Pollo multicereal

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Atravieso la puerta hacia la terraza llevando la bandeja con una sola mano. El jugo de naranja se sacude y golpea contra la tapa que evita el desparramo. El sol cae a pleno sobre las sombrillas verdes que cubren todas las mesas menos una, la única libre. No arrugo. Me siento de frente a esos rayos tímidos que terminan escondidos detrás de una nube con más carácter. Una ráfaga sacude las sombrillas y aprovecha el viaje para llevarse varias servilletas de papel. Mientras clavo la pajita (en mis pagos le decimos así al sorbete) en la tapa del vaso miro a mi alrededor. Dos de las mesas están ocupadas por hombres solos. Uno de saco y corbata. Come rápido. El otro, vestido con ropa informal de marca, está casi acostado en la silla. Más allá dos chicas comen y charlan sentadas una frente a la otra. Comen y charlan en una danza sincronizada que no deja espacio sin llenar. En esa mesa no hay silencios. Más cerca, en la mesa vecina, justo frente a mí, una espalda. Los hombros son angostos y rectos, perfectamente nivelados. Tiene los brazos apenas despegados del torso y apoyados sobre la mesa. La camisa se afina de un modo sutil llegando sin arrugas a la cintura para volver a ensancharse convertida en jean. El pelo castaño cae por el centro de la espalda, casi sin ondulaciones, y se detiene justo antes de la pequeña protuberancia que delata la presencia del corpiño. La nube termina de pasar y el sol me impacta de lleno en la cara recordándome que siempre está. Aunque no lo veamos.

Levanto una de las mitades del sandwich de pollo y mientras trato de cortar el hilo de queso derretido escucho la primera frase.

—Me pediste tiempo y yo no te molesté, te dejé tranquila.

Mastico despacio. Disfruto la textura del pollo, el sabor del queso, la suavidad del tomate. Aprieto entre los dientes cada semilla de cereal. Y vuelvo a escuchar ese susurro ronco que viene de la otra mesa.

—Ni siquiera te llamé. Ni una sola vez.

La mujer no está sola. Me inclino apenas para cambiar la perspectiva y veo la manga oscura del saco de la que asoman un par de centímetros de camisa. Está sentado frente a ella.

—Seis meses. El psiquiatra te dijo seis meses y me llamaste a las dos semanas —La mujer habla con una combinación equilibrada de calma y firmeza.

Me sorprende la elasticidad que logra el queso a determinada temperatura. Si está muy caliente se licúa y cae por su propio peso; a temperatura ambiente se corta con facilidad. Pero está esa temperatura exacta, precisa, en la que puede estirarse hasta poner a prueba los nervios. Muerdo y uso los dedos, no me queda otra.

—No puedo vivir sin vos. Tenés que entenderlo.

El llanto contenido lo obliga a modular de manera casi artificial. Le tiembla la voz y, por lo poco que veo de la manga, no es lo único que le tiembla. La situación me da pudor.

—Y yo no puedo vivir con vos. Me quiero ir. No sé qué hago acá.

Succiono la pajita y el jugo de naranja me inunda la boca. Juego con la pulpa antes de tragar y sorber de nuevo. La segunda mitad del sándwich me espera en el plato con el hilo de queso cortado asomándose como si tuviera la lengua afuera.

—Viajemos juntos. Vas a ver que la vamos a pasar bien. Por favor.

No necesito mirarlo para saber que está llorando. El tono de su súplica me produce una sensación rara. Me pregunto si el amor se puede implorar. Me pregunto cuál es el umbral de seducción de la dignidad.

—Los dos primeros días. Después va a ser como siempre. No tengo ganas de volver a encerrarme en el baño de un avión. Olvidate.

Percibo en la boca la diferencia de temperatura. La parte de arriba conserva la tibieza del sol, mientras que la otra, la que estuvo en contacto con el plato, ya está fría.

—Yo cambié. Te lo voy a demostrar, pero me tenés que dar la oportunidad. El psiquiatra me dijo que te deje espacio y te dejé espacio. ¿Sabés lo que fue para mí no llamarte ni una sola vez?

Trato de imaginar la cara del dueño de ese brazo que termina en dos centímetros de camisa que rodean una mano que no para de temblar. Trato pero no puedo.

—El psiquiatra te dijo que me des seis meses y me llamás a las dos semanas, y encima para interpelarme. Cortala con esa fantasía de que si hablo con otro tipo es porque me lo quiero levantar. Esto no nos lleva a ningún lado. Me voy.

La mujer se levanta y camina hacia la calle. El hombre la alcanza y le dice algo, ya fuera de mi área de cobertura. La mujer le responde y se va. Sola.

El último resto de jugo sube por la pajita. En el fondo quedan algunos pedacitos de pulpa irrecuperables. Una ráfaga de viento se lleva todo lo que encuentra en la bandeja; el plato y las servilletas terminan en el piso contra un cantero. El vaso también, pero antes me golpea el pecho y deja una marca anaranjada en mi camisa blanca.

2 comentarios en «Pollo multicereal»

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