La comunidad del anillo

Llegó el momento que tanto habíamos esperado. Ese momento cúlmine que la industria del cine no se cansa de explotar con primeros planos, cámaras lentas y musicalizaciones melosas, nos tenía ahora como protagonistas. Sin primeros planos, sin cámaras lentas, sin música de ningún tipo. “No pasa”, le susurré.

El 7 de enero me levanté temprano. Llevaba solo dos días en San Martín de los Andes y ya me sentía mejor. Venía de recibir el Año Nuevo solo, iluminado por una vela en una habitación cuya ventana sin vidrios combinaba a la perfección con el estilo de una casa sin luz, sin gas, sin agua y sin nada. Así había empezado para mí el año 1987 en la casita de Trevelin, veinticinco kilómetros al sudoeste de Esquel.

Mientras tomaba el café solo podía pensar en una cosa: no tenía ni un centavo. Todo mi capital consistía en dos pasajes en ómnibus a Temuco, Chile, que habían minado el límite de mi única tarjeta de crédito. A las ocho salí para el banco con la esperanza de encontrarme con la transferencia prometida. Caminé imaginando al empleado que me decía “Firme acá y pase por la caja”. La realidad fue un poco diferente.

A media mañana me puse el traje azul, la camisa blanca y la corbata azul con rayas blancas, y a las doce nos encontramos todos en la puerta del Registro Civil. Tan pronto como los testigos firmaron y la jueza dio el trámite por terminado salí corriendo al banco, ahora sí seguro de volver sin eco en los bolsillos. Nada.

Mi empleador en Esquel era un hombre de negocios con un par de defectos. El primero de ellos, que no me afectaba de manera directa, era su necesidad compulsiva de convertir sus ganancias en whisky. El otro, que sí me afectaba, tenía que ver con su falta de memoria para pagarme el sueldo, seguramente provocada por su primer defecto. Fue así que en nuestra última conversación balbuceó: “Viaje tdanquilo que, hic, que ed miédcoles le, hic, le hago una tdansfedencia”. Y así fue como, tranquilo, partí rumbo a San Martín de los Andes.

Mi hermana mayor —no mayor que yo, pero sí la mayor de las mujeres— y mi cuñado oficiaron de testigos y con ellos fuimos a almorzar apenas volví del banco. Con ellos y con mi sobrina recién llegada al mundo, que musicalizó nuestros platos con sus alaridos.

A primera hora de la tarde recibí la noticia de que la transferencia bancaria se había transformado en un giro postal que debía cobrar en el correo. Llegué a las oficinas de General Roca al 600 con el pecho hinchado de la emoción, solo para enterarme de que “los giros se pagan por la mañana”. Podría haber vuelto al día siguiente de no ser por los pasajes que nos tendrían cruzando la cordillera desde las siete de la mañana. Una brillante gestión diplomática de mi padre con el jefe de Correos activó la excepción que toda regla debe tener, y para las cinco de la tarde mis bolsillos tintineaban como los de Rico McPato.

La ceremonia religiosa había sido arreglada con tiempo y pactada para el miércoles 7 de enero a las nueve de la noche. El cura, un tipo macanudo, se encargaría de los arreglos florales y de coordinar con la organista las piezas musicales para cada momento de la ceremonia. Con todos los problemas resueltos me bañé, me afeité, me puse el traje azul, la camisa blanca y la corbata azul con rayas blancas y faltando quince minutos para las nueve me fui para la iglesia.

Estaba cerrada.

Entré por un pasillo lateral hacia la casa parroquial. La oscuridad era absoluta. No había nadie. Me quedé parado ahí, en ese pasillo oscuro en medio de la noche, pensando si había sido una buena idea. Digo, tantas señales del universo tratando de hacerme desistir de algo por lo que yo no paraba de luchar. Levanté la cabeza y miré las estrellas. ¿Estaba bien contradecir al universo? A los dinosaurios nos les fue muy bien con eso. ¿Era yo más poderoso que un Tiranosaurio Rex como para seguir insistiendo, aún cuando lo único que faltaba era que me cayera un meteorito en la cabeza? Las luces de un auto entrando a la casa parroquial me pegaron los pies al suelo. Era el cura.

—¿Qué hacés acá? —me preguntó mientras bajaba apurado del auto, como si se hubiera olvidado algo.
—Vine a casarme.
—Pero no es hoy, es mañana.
—No, no es mañana. Es hoy —insistí esperando la represalia del universo en forma de meteorito.

El cura abrió la puerta del costado que daba a la sacristía y entró corriendo. Encendió la luz y abrió un libro que, supongo, era la agenda de actividades de la iglesia. Mientras leía, su cara se mimetizaba con el color del papel. Miró por un segundo mi look de muñeco de torta y salió disparado hacia el tablero de luces. La nave de la iglesia retumbó con el accionar de las teclas hasta que cada rincón quedó iluminado. Puso un libro sobre el altar, encendió un par de velas y corrió a abrir la puerta principal. Voló de nuevo hacia el altar —no recuerdo haberlo visto correr— y se paró a mi lado, ya con el atuendo adecuado para la ceremonia. “Mirá hacia la puerta”, me dijo.

Y la mandíbula me golpeó el pecho.

Ella atravesó la puerta principal con su vestido blanco y una sonrisa inolvidable. Del brazo de su hermano recorrió en silencio —la organista estaba citada para el día siguiente— unos pocos metros hasta que se topó con el atril preparado para las ofrendas de la misa de la mañana. Me pregunté si lo esquivarían o abrirían los brazos para pasarlo uno de cada lado. Lo esquivaron y volvieron a caminar por el centro hacia el altar.

“No pasa”, le susurré.

Mi anillo quedó atascado justo antes de la articulación y ella decidió no insistir. El suyo, sin embargo, le quedó pintado. Mantuve por un momento su mano entre las mías y lo miré hasta que las lágrimas confundieron todo.

El 7 de enero se cumplieron 30 años de ese momento, y aunque en este tiempo el universo intentó varias veces doblegarnos con su mala onda, siento que juntos les ganamos a los dinosaurios.

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