Ayer me robaron

Ayer me robaron. Tres tipos. Me robaron el bolso con mi notebook nueva, efectos personales y años de trabajo y esfuerzo. También, durante un tiempo, me robaron la dignidad. Me sentí vulnerable, desnudo, ultrajado.

El transporte aéreo es el más seguro del mundo por una razón muy simple: cuando se produce un accidente, un manojo de tipos se ocupa de establecer las causas y neutralizarlas, a veces con soluciones tan simples como poner una tapita sobre un interruptor para que no sea accionado accidentalmente con el codo. El resultado es contundente: nunca más se caerá un avión por esa razón. Pero esto solo sucede en la industria aeronáutica, y es producto del impacto que genera en la sociedad un accidente aéreo. No solo por la cantidad de víctimas, sino porque todavía, a estas alturas del siglo XXI, la mayoría de nosotros piensa que un avión volando es «cosa ‘e mandinga».

Ayer me robaron y, a pesar de mi pragmatismo, cada tanto las imágenes vuelven.

Lo lógico, tal vez, sería ponerme a putear contra el Ministerio de Seguridad desde la cabeza hasta la última subsecretaría, pasando por los organismos descentralizados y, ya que estamos, la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional del Honorable Congreso de la Nación.

Pero no. No vale la pena. Ellos se especializan en curitas. No entienden de aeronáutica. Tal vez, si por cada muerto en un hecho delictivo murieran al mismo tiempo 600 personas más de manera aleatoria, aprenderían. Pero no, eso no pasa.

En cambio yo apunto, señalo y hago totalmente responsable del hecho que me tocó vivir al Ministerio de Educación.
Hay una diferencia sustancial entre ser pobre y estar en la pobreza. Yo he estado en la pobreza alguna vez, pero gracias a la educación nunca he sido pobre. El tema es que por estas latitudes los gobiernos necesitan de los pobres y por lo tanto restringen y condicionan la educación.

El estado actual del sistema educativo argentino no es producto de la desidia, sino de una necesidad estratégica y centenaria de profundizar las diferencias sociales.

Ayer me robaron y, mientras las imágenes se van borrando, yo sigo tratando de convencer a quien se me ponga adelante de que, a menos que empecemos a tomar en serio la educación, seguiremos siendo un país inviable.

Un favor al pie: No estoy criticando a un gobierno, sino cuestionando al Estado. No me pongan ningún sayo ni traten de identificarme con ningún bando (o banda). En la grieta solo se caen los que tienen los ojos tapados. No es mi caso.

Internet de las Cosas: la blitzkrieg del siglo XXI

«El frente de batalla se ha perdido, y con él la ilusión que siempre había existido en un frente de batalla. En esta no hubo una guerra de ocupación, sino una guerra de penetración rápida y anulación».

Así comenzó un periodista de la revista Time su descripción de la invasión de Polonia por parte de la Alemania nazi en septiembre de 1939. Esa fue la primera vez que las fuerzas alemanas pusieron en práctica la blitzkrieg (guerra relámpago), una técnica militar aplicada por tierra y aire a una velocidad que deja al enemigo sin capacidad de reacción.

Hace unos días asistí en Buenos Aires a uno de los eventos tecnológicos más relevantes de la región, donde se presentaron soluciones innovadoras, tendencias y casos de uso relacionados con la computación en la nube (cloud computing). Curiosamente, de las más de seis horas que duró la jornada solo se dedicaron cuarenta y cinco minutos a Internet de las Cosas (#IoT).

Algunas horas después recibí en mi casilla de correo la información y agenda del que, sin dudas, será el congreso más influyente de la región en materia de industria agropecuaria. Durante cuatro días del mes de agosto se realizará en la ciudad de Rosario lo que describen como «la reunión más importante de referencia tecnológica en el continente y reconocido mundialmente como una verdadera red de actualización, intercambio y conocimiento de tecnologías avanzadas». Tiempo dedicado a Internet de las Cosas: cero.

La ausencia en la agenda de lo que Klaus Schwab definió como la cuarta revolución industrial debería ser una señal de alarma. Para mí lo es.

El mercado global de Internet de las Cosas para la industria (#IIoT por sus siglas en inglés) proyecta alcanzar los USD 123.8 billones para el 2021. El efecto que tendrá esto en una industria como la agropecuaria será revolucionario o devastador según seamos capaces de capitalizarlo o no.

Internet de las Cosas no es un producto. Internet de las Cosas es un concepto, un cambio de paradigma. Existe la creencia generalizada de que Internet de las Cosas es una ciencia privativa de la comunidad tecnológica cuando en realidad es una responsabilidad de todos.

Hace ya tiempo que venimos hablando de los cambios que se avecinan en el mundo del trabajo como si esto fuera una verdad revelada, cuando en realidad sabemos que a lo largo de la historia toda revolución industrial produjo un impacto significativo en el campo laboral. Aún así, seguimos siendo incapaces de dimensionar lo que Internet de las Cosas producirá en nuestras vidas.

El sistema educativo, por su parte, se mantiene en un movimiento rectilíneo uniforme, el mismo que transita desde hace más de un siglo. Me pregunto entonces: ¿cómo seremos capaces de capitalizar a nuestro favor los efectos de esta revolución si nuestros hijos, quienes serán los principales actores del cambio, permanecen en una burbuja?

Internet de las Cosas es la blitzkrieg del siglo XXI y, a menos que asumamos la responsabilidad de prepararnos y preparar a las generaciones futuras, nos va a pasar por arriba sin que nos demos cuenta. Y entonces sí, todos vamos a perder.

La comunidad del anillo

Llegó el momento que tanto habíamos esperado. Ese momento cúlmine que la industria del cine no se cansa de explotar con primeros planos, cámaras lentas y musicalizaciones melosas, nos tenía ahora como protagonistas. Sin primeros planos, sin cámaras lentas, sin música de ningún tipo. “No pasa”, le susurré.

El 7 de enero me levanté temprano. Llevaba solo dos días en San Martín de los Andes y ya me sentía mejor. Venía de recibir el Año Nuevo solo, iluminado por una vela en una habitación cuya ventana sin vidrios combinaba a la perfección con el estilo de una casa sin luz, sin gas, sin agua y sin nada. Así había empezado para mí el año 1987 en la casita de Trevelin, veinticinco kilómetros al sudoeste de Esquel. (más…)

Pollo multicereal

dsc_0416Bar. 1:19pm

Atravieso la puerta hacia la terraza llevando la bandeja con una sola mano. El jugo de naranja se sacude y golpea contra la tapa que evita el desparramo. El sol cae a pleno sobre las sombrillas verdes que cubren todas las mesas menos una, la única libre. No arrugo. Me siento de frente a esos rayos tímidos que terminan escondidos detrás de una nube con más carácter. Una ráfaga sacude las sombrillas y aprovecha el viaje para llevarse varias servilletas de papel. Mientras clavo la pajita (en mis pagos le decimos así al sorbete) en la tapa del vaso miro a mi alrededor. Dos de las mesas están ocupadas por hombres solos. Uno de saco y corbata. Come rápido. El otro, vestido con ropa informal de marca, está casi acostado en la silla. Más allá dos chicas comen y charlan sentadas una frente a la otra. Comen y charlan en una danza sincronizada que no deja espacio sin llenar. En esa mesa no hay silencios. Más cerca, en la mesa vecina, justo frente a mí, una espalda. Los hombros son angostos y rectos, perfectamente nivelados. Tiene los brazos apenas despegados del torso y apoyados sobre la mesa. La camisa se afina de un modo sutil llegando sin arrugas a la cintura para volver a ensancharse convertida en jean. El pelo castaño cae por el centro de la espalda, casi sin ondulaciones, y se detiene justo antes de la pequeña protuberancia que delata la presencia del corpiño. La nube termina de pasar y el sol me impacta de lleno en la cara recordándome que siempre está. Aunque no lo veamos. (más…)