Cerró. No sé cómo, pero cerró. Tengo que confesar que al ver la cantidad de bolsas, bolsos y valijas que teníamos que llevar dudé, pero para mí es un desafío meter todo en el baúl. No quiero llevar dentro del auto objetos sueltos que ante una frenada brusca se conviertan en proyectiles. ¿Todos tienen puesto el cinturón de seguridad? Listo, partimos.
La Ciudad Autónoma de Buenos Aires es el corazón de un complejo sistema circulatorio compuesto por autopistas que la conectan con el resto del país; arterias y venas que canalizan el tráfico vehicular desde y hacia la capital argentina. El Acceso Norte (una autopista de seis carriles por mano) siempre me impacta, aún después de 20 años de transitarlo con frecuencia en ambos sentidos. Las velocidades máximas están asignadas por carril y en forma decreciente; el carril de la izquierda —el más rápido— es para el sobrepaso, para adelantarse a otro vehículo, mientras que el de la derecha es el más lento, reservado al tránsito pesado.
Sumarse al caudal de vehículos, elegir un carril, mirar ambos espejos exteriores, acelerar; acciones coordinadas, precisas, inconscientes, que dejan atrás las calles y los semáforos para convertir el presente en viaje. Me reacomodo en el asiento y muevo la pierna izquierda a una posición de descanso mientras mi mujer enciende la radio. Relajado, cada tanto reviso los espejos atento a lo que sucede a mi alrededor. La velocidad máxima permitida en el carril por el que circulamos es de 120 kilómetros por hora. Reviso el velocímetro y compruebo que vamos exactamente a esa velocidad. Sin embargo, la sensación general es la de estar viajando en bicicleta. No me preocupa que nos sobrepasen por la izquierda, es lo esperable. Me preocupa un poco que nos sobrepasen por la derecha. Pero lo que sí me preocupa, y mucho, es el idiota que tenemos pegado atrás. Miro por el espejo retrovisor y todo lo que veo es un parabrisas (y por supuesto la cara de ansiedad del idiota). No alcanzo a ver el capot, y mucho menos la trompa del auto, que debe estar a pocos milímetros de incrustarse en nuestro baúl. Enciendo la luz de giro y, sin perder de vista al que nos sopla la nuca, me muevo al carril de la derecha. Nuestro follower sale disparado hacia adelante y muy pronto se pierde en el horizonte.
En nuestro avance por el tercer carril (a 110 km por hora) dejo de acelerar para mantener la distancia de frenado y darle tiempo al conductor que circula adelante —mucho más despacio— para que se mueva al carril de la derecha. Claro que esto nunca sucede y tengo que pasarlo (por la izquierda, y anunciando previamente mi maniobra con la luz de giro) para después volver a nuestro carril. Muy pronto el Acceso Norte me pide que tome una decisión: ramal Pilar hacia la izquierda o ramal Escobar hacia la derecha. Vamos a Rosario, así que la opción es una sola.
Un cartel anuncia la cercanía de la estación de peaje de Escobar. A los pocos metros otro cartel me pide que disminuya la velocidad y controle los frenos. Elijo la cabina 3 y hacia allí me encamino. Me acerco muy despacio al último auto de la cola. Faltando 10 metros tengo que clavar los frenos para no chocar a una camioneta que, pasándonos por la derecha, se mete adelante ganando la posición.
La Ley 25456 establece que es obligatorio circular con las luces bajas encendidas —tanto de día como de noche— en todas las rutas nacionales. No las altas. No las de posición. No los rompenieblas. Las bajas. Las luces bajas. Clarito lo dice. La mitad de los vehículos que se aproximan a la estación de peaje tiene las luces apagadas. Y absolutamente todos, sin excepción, pagan y pasan el peaje sin que nadie ni nada los detenga.
Los seis carriles originales pronto se convierten en tres para terminar siendo solo dos en la mayor parte de los 300 kilómetros a recorrer. Los mismos dos carriles que en la década del ’70 reemplazaron a la vieja ruta 9 cuando la cantidad de vehículos que circulaba por ella era significativamente menor y los “reyes de la pista” eran el Falcon Sprint, el Chevy Serie 2 y el Torino Grand Routier.
Hoy los camiones (enormes camiones) se adueñan del carril derecho, y los micros de larga distancia redoblan la apuesta apropiándose de todo. (Nota para los más jóvenes: los antiguos “doble camello”, mucho más pequeños, evolucionaron como Pókemon hasta convertirse en los actuales gigantes de dos pisos.) Un círculo blanco estampado en la parte trasera de camiones y micros indica con claridad la velocidad máxima permitida para unos y otros: 80 y 90 kilómetros por hora respectivamente. Poco tiempo después de pasar el peaje recorremos un buen tramo detrás de un micro a 110 kilómetros por hora.
La interminable caravana de camiones que ocupa el carril derecho obliga a usar casi a tiempo completo el carril de la izquierda. Obliga también a utilizar más el espejo retrovisor; con frecuencia uno se convierte en tapón de otros vehículos que viajan a velocidades muy por encima de las permitidas.
Ahora circulamos por el carril derecho. Estamos a punto de pasar a un camión. Mi hija menor lee en voz alta el llamativo cartel con franjas oblicuas rojas y blancas que tiene en la parte trasera: “PRECAUCIÓN DE SOBREPASO. LARGO 22,40 m”. Por el espejo veo luces lejanas. Tan lejanas que solo alcanzo a divisar un punto blanco y brillante. Enciendo la luz de giro y me muevo al carril izquierdo. Acelero e inmediatamente piso a fondo el pedal del freno. Mi mujer grita. El ABS hace su trabajo y la velocidad disminuye de manera drástica evitando el bloqueo de las ruedas. Casi al mismo tiempo una moto de alta cilindrada avanza por la derecha y en una maniobra tan irracional como irresponsable logra pasar entre el camión y nosotros.
Llegando a Río Tala tomo la salida hacia la derecha y nos detenemos en la playa de la estación de servicio del Automóvil Club Argentino. Apago el motor, desprendo el cinturón de seguridad y me quedo sentado un buen rato mirando hacia adelante, mirando nada.
Cruzamos el puente de Arroyo del Medio y nos adentramos en territorio santafesino. Ya queremos llegar y la ansiedad general va en aumento. Varios kilómetros más adelante identifico a la distancia el característico cartel amarillo de Shell ubicado en el cantero central. Poco después, el peaje de General Lagos. Espero nuestro turno para pasar; nos precede una moto mediana que transporta a su conductor y a una mujer. Ninguno de los dos tiene casco. Entre él y la mujer, un chico de unos 7 u 8 años. Y sentada sobre el tanque, una nena de no más de 5. Por supuesto, los menores tampoco llevan casco. Y, por supuesto, pagan y pasan.
El paisaje se vuelve familiar. Frente a nosotros aparece el puente de “la Circunvalación”. Yo lo miro como si finalmente estuviéramos llegando a La Meca y no me distraen ni el camión de bomberos ni la ambulancia ni el auto que, en el cantero central de la autopista, yace volcado y destrozado. Salgo a la derecha y tomo la avenida en dirección al puerto. Las obras de ampliación y remodelación de la avenida todavía continúan. Los carteles indican que la velocidad máxima permitida es de 60 kilómetros por hora. “Colabore”, imploran. Pocos colaboran. La traza de la avenida bordea ahora el río Paraná. Pasamos la rotonda de Pellegrini y nos detiene el semáforo de San Juan. La ansiedad nos está matando. Por la ventanilla vemos a un grupo de palomas revolotear a nuestro alrededor, quizás dándonos la bienvenida con una suerte de danza. Una vuela lento, planea y tras un breve aleteo se posa sobre el capot del auto. Nos mira con esa forma de mirar tan peculiar que tienen las palomas, primero con un ojo y después con el otro. Los chicos se entusiasman. “Hola”, le digo. El semáforo nos habilita el paso. Avanzamos hasta llegar a Córdoba y, en una decisión absolutamente personal, estaciono. Bajo del auto y noto que la paloma me sigue, volando a corta distancia sobre mi cabeza. Ella me acompaña y yo sonrío satisfecho. Al pie del Monumento me arrodillo y beso las baldosas de la vereda. “Llegamos”, pienso. Pero pienso poco, porque algo tibio, blanquecino y viscoso me golpea la frente y empieza a chorrear hasta casi taparme el ojo derecho.
Un comentario en «El presente en viaje»
cool!