(A mis amigos de toda la vida, incluida esta.)
Hace varios días que vengo pensando esto y ahora quiero compartirlo con ustedes, que son mis amigos. Y me refiero a mis amigos en el más amplio sentido de la expresión: mis amigos de la infancia, mis amigos cercanos, y también a ustedes, amigos virtuales a quienes les pedí amistad y me la aceptaron, y viceversa. Y a los amigos de mis amigos, también.
Una aclaración importante: voy a generalizar.
De nuevo: voy a generalizar.
Últimamente las redes sociales se han convertido en un campo de batalla. Lo que antes no pasaba de ser una discusión de sobremesa con el estómago relleno de medio kilo de tapa de asado macerado con lechuga, tomate y vino tinto, hoy es un encarnizado juego de TEG. (¿Qué es el TEG? Googleá.)
Asistí primero a larguísimas y no menos interesantísimas discusiones acerca de cómo se escribe la palabra ‘balotaje’, incluyendo burlas y agresiones a quienes defendieron la versión en su lengua de origen, su castellanización bien o mal escrita de acuerdo a vaya uno a saber qué criterios lingüisticos y la mar en coche. Amigos: me importa un carajo cómo se escribe esa palabrita chic que usamos para describir una simple ‘segunda vuelta electoral’.
Después empezó la parte más jugosa: los adherentes al cambio, pertrechados hasta los dientes con medios (de comunicación) de destrucción masiva atacan salvajemente a Kamchatka. China y Rusia se aglutinan y apelmazan en defensa del pasado reciente, del presente reluciente y del futuro venturoso, seguros de una victoria que alcanzarán con el sudor de la frente. Mientras tanto ustedes, mis amigos, toman partido por uno u otro sector de un tablero que no para de vibrar a causa del golpeteo de los dados, de los movimientos frenéticos de las fichas y de los rodillazos de algunos pasados de tinto.
Pero en pleno Siglo XXI la clave de este juego está en los archivos. O mejor dicho, en la facilidad de acceso a los archivos. Y entonces el bloque China-Rusia-Kamchatka hurga y descubre fotos maravillosas que comprometen el juego del oponente casi hasta el orgasmo. En el sector opuesto del tablero, los Estados Pegoteados del Norte sellan sus vínculos con un paquetísimo brindis en Le Café de la Paix y contraatacan: videos que nos remontan al descubrimiento de la penicilina inundan nuestros muros.
Ahora, a medida que se acerca el final de la partida, los amigos se miran como diciendo: «Che, nos nos vamos a pelear por esto, ¿no? No vamos a tirar a la basura una amistad de tantos años, ¿o sí?».
Mis amigos, quiero decirles que estoy harto. Así tengo los huevos. Así. No paramos de criticarnos y agredirnos a nosotros mismos, mientras que los que están en el juego están haciendo justamente eso: jugar su juego.
Los políticos hacen todo lo que hacen con el único objetivo de alcanzar —o mantener— el poder, con los sacrificios y beneficios que eso conlleva. Es su trabajo. Trabajan de eso. Y saben cómo hacerlo. Y, obviamente, nosotros somos su materia prima. Y también su combustible. Necesitan que los votemos. Y está bien. Eso se llama Democracia.
Pero ahora no los miro a ellos. Me miro a mí mismo, a nosotros. A los que nos importa una mierda estacionar en doble fila u obstruir una rampa para discapacitados. A nosotros, mis amigos, nosotros que nos hacemos los boludos y vendemos en negro tanto como nos sea posible porque nos creemos mejores que Al Capone. A nosotros, los contadores y abogados que buscamos torcer la ley hasta los límites de la física para beneficiar(nos) a nuestros clientes. A nosotros, los médicos que después de tantos años hemos olvidado aquél célebre juramento griego. A nosotros, los que no respetamos la senda peatonal. A nosotros, los que agendamos una reunión y llegamos media hora tarde porque nos cagamos en el valor del tiempo del otro. A los que damos el turno para las 15:30 y atendemos cuando se nos cantan las pelotas, porque para eso somos pacientes. A nosotros, los que nos hacemos los dormidos cuando sube un candidato posta a ocupar el asiento que tanto nos costó conseguir. A los que no nos exigimos ticket ni factura porque nos conocemos del barrio. A nosotros, los que preservamos la limpieza de nuestro registro de conducir envolviéndolo en un billete con la cara de Roca. A nosotros, los que hemos desarrollado esa habilidad tan nuestra de esconder o camuflar objetos antes de pasar por la Aduana. A nosotros, los que escrituramos de menos porque, no seás boludo che, es así como se hace. A los que compramos en la ferretería un par de conos anaranjados y nos reservamos a nuestro antojo el espacio público para estacionar. También a los que separamos ese diez por ciento tan necesario para que la licitación se adjudique a nuestro favor. A nosotros, los que podemos ofuscarnos, gritar o imponernos en cualquier lugar del mundo, porque para eso somos argentinos.
Pero claro, disculpen, estamos en tiempos de valotash. Los que deben ser sometidos a un profundo proceso de análisis de integridad son ellos, no nosotros. Probrecitos, con los archivos que hay no se salva ninguno. Por suerte, de nosotros, los ciudadanos de a pie, no hay. Por suerte.
Che, a quién le toca. Dale, boludo, agarrá los dados y tirá que te voy a birlar Kamchatka.