Jamás se me borrará de la cabeza la imagen de esos chicos con la frente pegada al vidrio atragantándose con el reflejo del sol sobre el Río de la Plata.
Los acompañé. Juntos atravesamos los molinetes y entramos en un moderno ascensor que tenía una pantalla con las noticias del día. Para muchos de ellos era la primera vez en un ascensor. Algunos hacían bromas conmigo como una forma de naturalizar el momento. Recuerdo a una de las chicas agarrándose la panza por la sensación que le produjo el ascensor al arrancar. No me avergüenza confesar que yo estaba más feliz que ellos; después de haber compartido durante cuatro meses una experiencia que nos marcó a todos, podía percibir en cada uno una mirada distinta. Una mirada de satisfacción y de esperanza. Sí, dentro de ese ascensor, durante el trayecto al piso 17, me sentí feliz.
Este primer grupo de veinte chicos de entre 18 y 24 años —todos provenientes de sectores sociales vulnerables— fue el inicio de una actividad que desarrollé durante tres años y que involucró a más de trescientos.
En el marco del programa «Empleo joven» impulsado por el entonces Ministerio de Desarrollo Económico del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, desarrollé y coordiné la capacitación de estos jóvenes en programas de alta demanda en el mercado laboral. Para facilitar el acceso de los jóvenes a esta capacitación, el Programa les brindó una ayuda económica.
Llegado este punto quiero destacar algo fundamental: la problemática de estos jóvenes va mucho más allá de la necesidad de aprender un oficio. Mucho más allá.
Con el paso del tiempo las barreras fueron cayendo. Tuve el honor de sentarme a hablar con cada uno de ellos, de compartir nuestras experiencias y dolores, de pensar e imaginar un futuro. Chicas de 18 años que asistían a las capacitaciones con sus bebés en brazos, un chico que se negaba sistemáticamente a realizar los ejercicios hasta que en una de nuestras charlas pudo, venciendo una vergüenza infinita, confesarme que no sabía leer ni escribir. Uno de ellos venía cada semana con su papelito en la mano: era la autorización de salida que le otorgaba el juez para participar de la capacitación. Otro me enfrentó un día y mirándome a los ojos me dijo: “Quiero que sepa que yo acá no voy a vender. Por usted”. Y me abrazó.
Casi todos los chicos habían abandonado la educación formal y, para mi sorpresa, muchos de ellos lo lamentaban.
Con la ayuda del Programa contactamos a las escuelas, hablamos con los directores y les conseguimos vacantes para que pudieran terminar.
La participación de las empresas era fundamental para este proyecto, y salimos a buscarlas. Recuerdo haber golpeado muchas puertas. Comprometí a los directores de las áreas de Recursos Humanos de empresas de diferente tamaño para que fueran a charlar con los chicos y les contaran lo que es trabajar en una empresa, tener un jefe, cumplir obligaciones. Los mataron a preguntas.
Dimos un paso más y buscamos instancias de práctica laboral, rentadas o no, que les permitieran a los chicos complementar lo aprendido en el aula con una experiencia en el mundo real. Yo acompañé a muchos de ellos.
Finalmente, con cada grupo terminábamos la experiencia con tres días de entrenamiento donde les enseñamos a construir un curriculum, utilizar las páginas de búsqueda laboral y técnicas de role-playing para enfrentar una entrevista. Con esto último nos divertimos mucho.
Con algunos de ellos la relación continuó hasta mucho tiempo después de terminado el Programa. Así me enteré, por ejemplo, de que uno terminó el colegio industrial y daba sus primeros pasos en la universidad. Otros tres —yo lo vi venir— se asociaron y formaron un pequeño emprendimiento para hacer mantenimiento de las computadoras a los vecinos de la Villa 31. Una de las chicas hoy es docente. Del resto no supe más nada, pero estoy convencido de que se fueron con las herramientas necesarias para sacar la cabeza fuera del agua.
En un siglo en el que por definición todo debe evolucionar, todo evoluciona. La tecnología nos induce a repensar las formas de trabajar, a reinventar los puestos laborales y a redefinir la inserción de la población en una realidad que se modifica a gran velocidad. Esto se llama ser disruptivos. El gran desafío en este proceso es siempre el mismo: las personas. Las personas se resisten. Por diferentes razones.
La educación es una de ellas.
La mezquindad es otra.
Me produce mucha tristeza —y apenas un poquito de indignación— ver el revuelo que se armó en torno al acuerdo firmado por el actual gobierno con McDonald’s. Parece ser que la posibilidad de que 5.000 jóvenes provenientes de sectores vulnerables tengan la posibilidad de acceder a un entrenamiento laboral atenta contra los principios fundacionales de la República, sobre todo tratándose de una multinacional extranjera.
Como no me gusta opinar sobre lo que no sé, me informé. Veamos qué es McDonald’s.
Asumo que todos han ido al menos una vez a ocuparse de un Big Mac en esta cadena de comidas rápidas, por lo que voy a evitar descripciones de índole culinario.
Para empezar, McDonald’s aparece sistemáticamente en los primeros lugares de la lista Great Place To Work. Creo que la razón de esto es su programa de entrenamiento laboral, uno de los mejores y más completos del mundo. Este programa abarca aspectos tales como limpieza, calidad, atención al cliente, trabajo en equipo, manejo responsable de alimentos y gerenciamiento.
Para mayor abundamiento, esta es la compañía que gerencia en todo el país las casas Ronald McDonald’s para hacer lo que el Estado no hizo ni hace. (Ahora hagan un esfuerzo ustedes y vean. Los números impresionan.)
A pesar de esto, muchos exponen el acuerdo en cuestión como un subsidio a las “inmundas multinacionales yanquis” (sic) o una muestra más de la “precarización y explotación de los trabajadores” (sic). Incluso un exjefe de gabinete y hasta un reconocido líder sindical aprovecharon la oportunidad para profundizar aún más las diferencias entre la población confundiendo y mezclando todo —por ignorancia o mezquindad—. Basta con hacer un rápido repaso por los comentarios a sus posteos sobre el tema en Facebook para comprender de qué estoy hablando. (Pido disculpas por no usar el término mediático, pero a mí las grietas solo me remiten a una novela de Claudia Piñeiro. Y al cielorraso de mi baño.)
Frente a esta insistencia casi enfermiza en encontrarle el pelo al huevo empiezo a preguntarme cosas políticamente incorrectas. Me pregunto, por ejemplo, cómo debería ser para estos estadistas contemporáneos la inserción laboral de estos grupos vulnerables. Me pregunto a qué aspiran condenando a estos jóvenes a vivir eternamente de la ayuda del Estado. Me pregunto si alguna vez les preguntaron a los jóvenes su opinión respecto de esto. Porque ir a tomar mate a la villa después de almorzar en Puerto Madero está muy bien, pero no es más que eso y ellos lo saben. Lo importante pasa por otro lado. Pasa por compartir una noche de invierno durmiendo en la calle junto a ellos sin abrigo y sin comida. ¿Hicieron eso alguna vez? Porque es eso lo que ellos viven. Y de ahí es de donde quieren salir.
Me cuestiono por otra parte la conveniencia de que estos chicos y jóvenes tengan la oportunidad y el acceso a una vida mejor. Porque la educación para el trabajo viene de la mano con el derecho a pensar y tomar decisiones. No sé, quizás eso le hace ruido a alguien.
Ahora vienen las aclaraciones, no deseadas pero necesarias.
El gobierno anterior no es lo que me importa.
Tampoco el gobierno actual.
Y mucho menos me importa McDonald’s.
Lo que sí me importa es el país en el que nací y vivo, y el Estado bien administrado por aquellos a quienes elegimos en democracia.
Lo que sí me importa es que mis hijos, los jóvenes como mis hijos, los que no son como mis hijos, los pobres, los putos, los trans, los blancos, los negros, los limpios, los no tan limpios, los gordos, los que tienen hambre, los discapacitados, todos tengan una oportunidad de calidad para demostrar que están a la altura, sea en McDonald’s o en la empresa que sea.
Lo que sí me importa es que los jóvenes vulnerables dejen de ser un botín de guerra que solo sirve para provocar el orgasmo de alguien llenando una plaza.
Me gusta leer, escribir e informarme antes de opinar. Soy de los que zigzaguean por la ancha avenida del medio que tan bien describió Mariano Heller. Digo esto antes de pedir encarecidamente que nadie malgaste bits y bytes tratando de ubicarme en un extremo o en el otro. Prefiero equivocarme pensando lo que yo quiero.
Llegamos al piso 17 y entramos en la cafetería. El enorme ventanal que da al Río de la Plata fue un imán para esos chicos que por primera vez estaban a semejante altura, por primera vez veían el río desde esa perspectiva y por primera vez eran recibidos por los directivos de una de las más grandes compañías de tecnología del mundo.
Por primera vez sintieron que quizás, tal vez, quién sabe, un futuro mejor sea posible.