El anuncio reciente del gobierno nacional de extender a los monotributistas el beneficio de la asignación familiar por hijo me enfrentó a una realidad que llevamos décadas escondiendo debajo de la alfombra. El trámite es relativamente sencillo y se realiza a través de la página de la ANSES, ingresando con una clave que también se gestiona en el mismo sitio. Como debe ser.
Claro que para ser beneficiario de una asignación por hijo hay que tener hijo. Y para la ANSES yo no tengo hijos. Es más, ni siquiera tengo esposa. Más aún, todavía vivo en el primer domicilio formal que tuve al llegar a Buenos Aires y que dejé en 1996, hace exactamente 20 años.
“No se preocupe, lo vamos a resolver”, me dijo un operador cuando llamé. “Solo tiene que traer…”, y empecé a anotar. Fotocopia del DNI de mi esposa. Y el original. Y fotocopia de los DNI de cada uno de los chicos. De los dos lados. Y sus respectivos originales. Ah, y fotocopia de la libreta de matrimonio. De todas las hojas. Y la libreta original. Los cuatro chicos nacieron, así que tengo que llevar las partidas de nacimiento. Sí, originales. De cada uno. Y las cuatro fotocopias. De los dos lados, para que se vean los sellitos.
Fui.
“¿Tiene turno?”. Nadie me dijo que tenía que pedir turno previamente. “Tome, lo llaman por la pantalla naranja”. La pantalla naranja —la pantalla de los sin turno— acusaba el 196. Me senté, apreté fuerte mi papelito bautizado con el 277 y puse la mente en blanco.
Argentina cuenta con registros de población desde hace más de un siglo. Esos registros crecieron y se complejizaron a partir de la gran ola migratoria que empezó en 1880 y se extendió hasta bien entrado el Siglo XX. Eso está muy bien, pero es historia.
La realidad es que a cuatro meses de comenzado el segundo quindenio del Siglo XXI tuve que sentarme en una silla del Estado de una oficina del Estado a brindar información que ya tienen no menos de siete organismos del Estado.
Los censos de población en Japón tienen como objetivo primario validar los registros de población que se actualizan a partir de la información de nacimientos y defunciones. El tema —en una simplificación un tanto salvaje— es más o menos así: si éramos 100, nacieron 15 y murieron 11, ahora tenemos que ser 104. Hacen un censo y les da 104. Y si no les da 104, identifican el error y ajustan.
En Argentina un censo de población —que es la caja de Pandora— es lo más preciso que tenemos en términos de información de los habitantes. Sin embargo, no podemos cargarle las tintas al INDEC por la falta de información actualizada de los otros organismos del Estado: la Ley 17622 establece el secreto estadístico y prohíbe difundir o compartir información con un grado de desagregación que permita identificar al individuo. Y está muy bien que así sea.
Pero, ¿y los otros organismos del Estado? Veamos.
Los registros civiles (nacimientos, defunciones, uniones y desuniones civiles), los ministerios de educación (historial de escolaridad, completitud, etc.), los ministerios de salud (a través de las historias clínicas), las entidades financieras (quizás los que más saben de nosotros) y la AFIP saben quién soy, cuántos años tengo, cuánto mido y peso, quién duerme en mi cama, cuántos desayunamos en la misma mesa.
Entonces, ¿qué les pasa?
No voy a aburrirlos extendiéndome más de lo necesario. Además, ahora me tengo que ir al Banco de la Provincia de Buenos Aires a pagar la cuota de mi préstamo hipotecario, para lo cual en un mostrador me van a dar tres papeles llenos de sellos con los que tendré que ir a la caja a que le pongan más sellos para luego volver al mismo mostrador a dejar una copia.
Pero no quiero irme sin pedirles que antes de hablarme de «Big Data» hagan un esfuerzo y se hablen entre ustedes. Por el Siglo XXI que les pide a gritos que estén a la altura de las circunstancias. Y por mí, que ya empiezo a sentirme cansado.