Dos escenas me llamaron la atención cuando entré a ese lugar. La primera: una chica de unos 22 o 23 años en un sillón enorme, la notebook en la falda y los auriculares conectados a un smartphone que descansaba al lado, sobre el almohadón. Estaba sentada sobre su pierna izquierda flexionada y tecleaba sin parar. La otra: un chico, tal vez un poco más grande, de unos 25, en un escritorio. El smartphone estaba al lado del teclado, con la pantalla hacia abajo. Además, tenía un Post-it amarillo pegado en el borde de la pantalla, arriba y al centro, seguramente tapando la cámara. Terminada mi reunión, una hora después, salí de ese espacio de trabajo compartido (co-working) pensando en esos chicos que no tenían ninguna relación con las personas con las que me reuní, y que seguramente nada tenían que ver entre ellos.
Las dos escenas son, en mi opinión, reflejo de conductas propias de esta época. El aislamiento de la chica denota confianza en el entorno. Su nivel de concentración descansa en la certeza de que todo a su alrededor está bien. El chico, por su parte, necesita establecer mecanismos de protección (el celular hacia abajo, la webcam tapada) que compensen su falta de confianza, consciente de que su «alrededor» va más allá (mucho más allá) del espacio físico que lo rodea. Ambos, sin embargo, están en el mismo momento, en el mismo lugar, a escasos 2 metros el uno del otro. Me pregunté entonces, de cara a la 4ª Revolución Industrial, cómo vamos a manejar ese delicado equilibrio entre la paranoia y la irresponsabilidad, entre la parálisis y el caos.
Es una perogrullada afirmar que el futuro se convierte en presente a pesar de todo, y como el «mundo siempre está mejorando» (Daniel Molina dixit), ese futuro viene con frecuencia acompañado de innovación. Esta es, en parte, la razón por la que movimientos como el ludismo y su posterior versión mejorada y aumentada, el neoludismo (al que hago referencia en Principio de precaución) han tenido tan poco éxito, a pesar de los múltiples ejemplos que avalan su postura. Veamos uno.
»Wake up baby!»
Header y Adam Schreck (un matrimonio de Cincinnati, Ohio) se despertaron a la medianoche sobresaltados al escuchar a un hombre gritar: ¡Despiértate, bebé!. La voz provenía de la habitación de Emma, su hija de 10 meses. Pronto descubrieron que, en realidad, salía de la cámara que habían instalado en el dormitorio de Emma para vigilarla. La cámara, que además estaba configurada para seguir los movimientos de la niña, se movía de manera errática.
La experiencia del matrimonio Schreck, sin embargo, tiene tantos o más ejemplos que se contraponen como si fueran fuerzas de acción y reacción. Lo que le pasó a Joshua Neally (abogado de 37 años de Springfield, Missouri) es apenas una muestra de las sorpresas que la 4ª Revolución Industrial nos tiene preparadas: la función Autopilot de su Tesla Model X le salvó la vida cuando se dirigía al cumpleaños de su hija de 4 años (si el tema te interesa, me explayo un poco más en Efectos colaterales).
¿Qué hacemos con la inteligencia?
La sola mención de esta nueva Revolución Industrial me remite a la inteligencia: teléfonos inteligentes, electrodomésticos inteligentes, autos inteligentes, ciudades inteligentes.
Antes de seguir me parece importante que nos pongamos de acuerdo en el significado de los dos términos que titulan este artículo: inteligencia y commodity. Para el primero caigo en la obviedad de remitirme a la RAE (Real Academia Española) y transcribo la definición de inteligencia como la «…capacidad de entender o comprender, y de resolver problemas» aplicando —agrego— el razonamimento lógico. Un commodity, por su parte, es un producto genérico, básico, que no tiene diferencias significativas que dependan de su forma o lugar de producción. El trigo, por ejemplo, es un commodity: un producto que existe, incluso, aunque el hombre no intervenga de manera deliberada para producirlo.
La capacidad de hablar es lo que diferencia al ser humano del resto de los seres vivos. La inteligencia es, a la vez, lo que nos permite utilizar el lenguaje de manera eficaz (la inteligencia lingüística es una de las inteligencias descriptas por Howard Gardner en su «Teoría de las inteligencias múltiples»). Por lo tanto, y habida cuenta de que todos tenemos la capacidad de hablar, la inteligencia es un componente inherente a nuestra naturaleza humana. Incluso más allá de la intención o la acción deliberada de producirla. Como el trigo.
La inteligencia, ergo, es un commodity.
¿Qué hacemos entonces con la inteligencia? Una cantidad adecuada de harina y la destreza de un maestro panadero son capaces de producir el manjar que cada mañana llega a tu mesa. Esa misma cantidad de harina sumada a mi absoluta ignorancia culinaria podrían intoxicarte. Incluso matarte. Con la inteligencia pasa lo mismo: lo que hacemos de ella es lo que le agrega valor y marca la diferencia.
El hacker que se «metió» en el dormitorio de Emma posiblemente sea tan inteligente como quien ideó el Autopilot de Tesla. Sin embargo, el producto derivado de esa inteligencia es bien diferente. Los inteligentes somos nosotros, no las cosas. Afirmar que un smartphone o una ciudad son inteligentes solo expresa que detrás de su concepción está nuestra propia inteligencia. Aún si hablamos de inteligencia artificial. Por lejos que esta última llegue.
La muela
Hace unos años fuimos a la ciudad de Alta Gracia y visitamos la casa del Virrey Liniers, hoy convertida en museo nacional. Junto a mi esposa y mis hijos recorrimos cada lugar, fascinados con las historias que contaba la guía. En una de las habitaciones, en el centro, vimos dos enormes ruedas talladas en piedra maciza, una sobre la otra. Mi hija menor (muy menor por esos años) preguntó qué era. «Es una muela», respondió la guía. Mi hija la miró con desconfianza. «La muela», siguió, «se usaba para «moler» los granos de trigo y fabricar harina».
Del mismo modo que la muela puede convertir un commodity como el trigo en la materia prima que da lugar a una variedad infinita de creaciones, la inteligencia (también un commodity) debe tener su muela.
La 4ª Revolución Industrial
Igual que las anteriores, esta nueva revolución industrial (y como suelo decir, con Internet de las Cosas como buque insignia) es producto de la inteligencia. Hacer frente a los desafíos que nos plantea y planteará en el futuro inmediato requiere que asumanos un compromiso que no es menor: hacer de nuestra inteligencia algo más.
Desde la Revolución Industrial del siglo XVIII, el sistema educativo se ha dedicado a prepararnos para ser productivos. Somos entrenados para ir y volver de las fábricas, para cumplir horarios, para producir de manera sistemática, ordenada y metódica. Y para ser fácilmente reemplazados.
Cuatro revoluciones después, y con algunas lecciones aprendidas, tenemos que diseñar una muela que, lejos de moldear nuestra inteligencia, la desafíe. A diferencia del trigo, que depende de muchos factores para crecer, nuestra inteligencia está ahí, siempre. Solo tenemos que pensar un sistema educativo que sepa qué hacer con ella.