La mañana se presentaba brumosa, como casi todas las mañanas en esa época del año. Era un día normal de un año normal. Promediaba el siglo XV, y la Real Oficina de Marcas y Patentes estaba desierta. Como casi todas las mañanas de todos los días. El único empleado estaba sentado mirando al frente, con ambos codos apoyados sobre la enorme mesa de roble y sosteniéndose el mentón con las manos.
A un costado, una vela encendida y a medio consumir imploraba con movimientos vehementes que alguien cerrara la puerta. Apenas hice el intento de acercarme, el sujeto me señaló con un ademán la pared de piedra, en la que colgaban de un clavo unos números tallados en madera. Retiré el primero y me paré frente al hombre.
–¡Uno! –dijo con la expresión y la postura inalterados.
Le entregué la pequeña tablilla con el número uno y me senté, a sabiendas de que el trámite no iba a ser fácil.
–Usted dirá…
–Vengo a registrar un invento –dije con voz firme.
El empleado tomó una hoja de papel y fingió interés mientras sumergía la punta de la pluma en el recipiente con tinta y escribía con dificultad el número uno en la esquina superior derecha de una hoja de papel artesanal.
–¿Nombre? –preguntó mientras empapaba nuevamente la pluma.
–Johannes Gutenberg –respondí con convicción. El hombre comenzó a dibujar la primera letra, sacando la punta de la lengua entre los labios y a un costado de la boca. Terminó de escribir el apellido con los últimos estertores de la vela.
–¿De qué se trata? –me preguntó a la luz de una nueva vela.
–He inventado la imprenta.
El empleado dejó caer la pluma, se echó hacia atrás y me miró espantado. Finalmente cruzó los brazos sobre la mesa y acercó su cara a la mía tanto como le fue posible.
–¿Usted está loco? –me preguntó controlando el tono de su voz.
–¡Todo lo contrario! ¡Imagínese! ¡La palabra escrita ya no será potestad exclusiva de monjes y reyes! ¡Podremos inundar de libros el mundo conocido!
Casi trepándose a la mesa, el empleado de la Real Oficina de Marcas y Patentes acercó todavía más su cara a la mía y me preguntó en un susurro: «¿Y quién los va a leer?».
*****
Me permití recrear este diálogo ficticio con la sola idea de poner de manifiesto una situación que, en los últimos siglos, se ha presentado casi con asistencia perfecta. Aunque algunos me han transmitido su desacuerdo, sigo sosteniendo que la formidable invención de Gutenberg fue a la vez el origen del analfabetismo. ¿Cómo podemos afirmar, por ejemplo, que en el Siglo IV de nuestra era había analfabetos, si no había acceso libre a la palabra escrita? Con ese criterio, etiquetemos de analfabetos viales a todas las generaciones que precedieron a la invención del automóvil.
La humanidad vivió un proceso similar a principios de la década del 80, con la creación de la computadora personal. La PC –como todo el mundo la conoce– llevó el procesamiento de la información al living de los hogares. Sin embargo, el proceso fue necesariamente acompañado por la proliferación de cursos y programas de formación que permitieran «desasnar» a los nuevos analfabetos digitales (que, aclaro, éramos todos).
Promediando la última década del Siglo XX (recordemos que con el hombre habiendo pisoteado la luna varias veces, creíamos que ya nada nos haría temblar la estantería), la computación personal y los teléfonos celulares nos llevaron al paroxismo de la comunicación. Ya teníamos todas las respuestas, pero apareció Internet para cambiarnos todas las preguntas.
Internet, la red de redes, permitió socializar la información de un modo tal que en pocos años una parte importante de la población mundial tuvo acceso a tanta información como jamás hubiera podido imaginar. Bastaba con hacer unos cuantos clics para acceder a la Biblioteca Pública de Nueva York, para obtener un desarrollo completo del Teorema de Pitágoras o para conocer la humedad relativa ambiente en Uagadugú, capital de Burkina Faso. Por esa época empiezo a escuchar en los ámbitos tecnológicos un nuevo concepto: el nativo digital. Pero hasta Internet evolucionó.
Conocido como Web 2.0, el nuevo concepto de Internet introduce en los albores del Siglo XXI la ventaja de la colaboración. La humanidad deja atrás su rol de espectador, consultando información producida por otros (y confiando en ella) para pasar a ocupar un papel activo en la generación de la información. Wikipedia, la enciclopedia libre (es.wikipedia.org) es un exponente claro. Todos podemos aportar al crecimiento de la información contenida en la enciclopedia, pero a la vez actuamos como «reguladores naturales» de la calidad de esa información. Extraordinario, ¿no?
No tanto. Mientras nosotros pensamos que Internet es la red, nuestros hijos ya saben que no es así. Ellos saben que la red son ellos. La red somos nosotros. La red somos todos.
Las nuevas generaciones (los nativos digitales) manejan en forma simultánea múltiples conversaciones por chat con una destreza digna de estudio. Utilizan el teléfono celular (no sé por qué le seguimos llamando así) para enviar mensajes SMS con mucha mayor frecuencia que para hablar.
Y mientras terminamos de digerir todo esto, aparecen las redes sociales. Facebook, Twitter, Youtube… Entornos para socializar información de la naturaleza más diversa y en tiempo real, sumando, aportando, colaborando. «Yo uso la computadora para todo, pero no me hablen de Facebook y esas cosas. No las entiendo.». Me pregunto, ¿estamos ante una nueva forma de analfabetismo?
A la luz de las experiencias vividas durante los últimos siglos, quizás sería inteligente de nuestra parte empezar a imaginar qué clase de analfabetos tendremos dentro de 10 o 20 años, y ponernos a trabajar ahora.