Huevo o cigoto. Eso recuerdo. Y no mucho más. Después de treinta y pico de años, lo que recuerdo es eso. Imagino que si la profesora de biología se enterara de esto ahora, sentiría una profunda frustración. Tantas horas de explicaciones, láminas, gráficos, disecciones de insectos, renacuajos y bichos canasto, para que décadas después solo haya trascendido eso. Huevo o cigoto.
Sin embargo, puedo dar una explicación. Científica, ya que de biología se trata.
En primer lugar creo necesario aislar al subconjunto varones del conjunto compañeros de secundaria. La razón es simple: la sinonimia «huevo o cigoto» impactó de modo diferente según el género. Un efecto que para nosotros, los varones, no tuvo nada que envidiarle a la erupción del volcán Calbuco, para el género femenino fue nulo.
Es que la combinación de nuestro cerebro masculino y adolescente (una ameba) no logró ir más allá de la construción de la frase «chupame un cigoto». Y quedó. Grabada para siempre. Acá, en nuestra ameba.
El viernes pasado bajé del 39 en la calle Honduras. En el medio de la calle Honduras. El pobre conductor hizo todo lo posible para acercarme al cordón de la vereda tratando, en el mismo trámite, de no arrugarle la puerta al Mercedes 200SLK que estaba estacionado obstruyendo la parada.
Subí a la vereda y, haciendo slalom entre las mesas, caminé hasta la esquina. Para cruzar Fitz Roy tenía dos opciones: 1) entrar por la puerta del acompañante y bajar por la del conductor del Audi A6 que tapaba la esquina y la rampa para discapacitados o 2) deshacer el slalom y bajar a la calle por donde subí.
Con el trapito nos sostuvimos la mirada. Nos plantamos cara a cara. Y elegí la segunda opción.
El domingo salí del aula de los chicos de 2º grado con el sobre en la mano y lo deposité en la urna. Cumplí con mi deber cívico. Hice lo que corresponde, y lo hice no por obligación, sino por convicción. Podría decir que estoy agradecido de que tenemos democracia, de que hay libertad y debemos cuidarla, pero eso ya lo sabemos todos. Ni gracias ni te felicito. Es lo que debemos hacer, lo hacemos y punto.
Pero algo me hace ruido.
Mucho ruido.
Me hace ruido que mientras somos patriotas en un domingo electoral (y otoñal, porque rima), un viernes a la noche nos cagamos en todo. En el prójimo, en vos, en mí. Imponemos el logo del circulito con tres rayos o el de los cuatro circulitos entrelazados y casi olímpicos por sobre mi derecho a caminar o el tuyo a bajar con tu silla de ruedas por la rampa. Determinamos la propiedad de hecho sobre una porción de calle comprando en Easy un par de conos anaranjados. Desde acá hasta acá el lugar es mío. ¿Por qué? Porque me pinta.
El domingo —decía— salí del aula que me prestaron los chicos de 2º grado para votar. Salí pensando en Macri, el Jefe de Gobierno porteño. Salí preguntándome por qué los viernes a la noche (y los jueves, y los miércoles, y …) mi barrio deja de pertenecerle a la ciudad para vestirse de anarquía.
Me pregunté por qué nadie fiscaliza. Por qué no hay controles de tránsito. Por qué muchas cosas.
Y volviendo al tema del huevo o cigoto me pregunté si, para resolver esto, Macri tendría lo suficiente. De uno o de lo otro.