Fue hace tanto tiempo y hace tan poco. Imaginé ese momento durante meses. Nueve meses. Imaginé lo que pude. Y no me culpo, porque lo que se siente llegado el momento es imposible de predecir para cualquiera. Nos pasa a cada rato. Podemos imaginar el calor sofocante que tendremos el próximo enero, pero difícilmente podamos anticipar las sensaciones que nos depara ese día de cuarenta y dos grados de sensación térmica. Y si nos pasa con algo que hemos vivido infinidad de veces, ¿cómo podría no pasarnos con una experiencia tan absoluta y totalmente nueva como esta?
“Es un hermoso varón”. Mentira. Dista mucho de ser hermoso. Nadie puede decir que un bebé recién nacido es hermoso. Arrugado por meses de contacto con el líquido amniótico, la cabeza deformada para facilitar el paso por el canal uterino. ¿Hermoso? Vamos.
La enfermera se lo lleva a un cuarto contiguo para pesarlo y ponerlo un poco más presentable y me hace señas para que la siga. Entro. “Tres trescientos” me dice, y lo pone en mis brazos y me inunda una sensación de miedo que no había sentido antes. No es el miedo que te produce leer una novela de Stephen King o encontrarte en un callejón oscuro con Hannibal Lecter en persona o que aparezca por debajo de la puerta el resumen de la tarjeta de crédito. No. Es otra clase de miedo. Lo llamo miedo porque no sé cómo llamarlo. Es como agarrar la angustia, el temor y la ansiedad, sumarle la responsabilidad y la incertidumbre, agregarle una oleada infinita de amor y ternura y meter todo junto en la Moulinex. Y tomarlo de un trago.
Le sostengo la cabeza con la mano y sus cincuenta centímetros de bebé se recuestan íntegros sobre mi antebrazo. Siento el contacto con su vida. Lo miro y lo admiro. No nos hemos presentado y es él quien decide dar el primer paso. Literalmente. Me muestra la planta del pie, y con eso me dice “hola, acá estoy, soy tu hijo”. No es su rostro ni el movimiento irreverente de sus brazos. Es su pie. Un pie pequeñísimo, todavía arrugado, adorable. Y me gana para siempre.
Vuelvo a la sala de partos con los brazos ocupados y nuestras miradas se cruzan. La verdadera artífice de mi paternidad, la que hizo todo el trabajo, está ahí mirándome con los ojos inundados. No necesitó estar presente para comprender lo que pasó en ese cuarto contiguo. Mi admiración ahora se concentra toda en ella.
Fue hace tanto tiempo y hace tan poco. Fue hace 27 años. Y hace 24. Y también hace 17. Y pasaron apenas 11. Y cada vez fue lo mismo. Exactamente lo mismo. Y tan diferente como cada uno de ellos. Tuve a cada uno de ellos recostado en mi antebrazo y con cada uno ensayamos esa formalidad piecito-papá.
Puntos de inflexión. Giros. Cambios de rumbo. Vivo intentando, equivocándome y corrigiendo como un bote diminuto que prepotea en medio de la tormenta. ¿Qué? ¿Que si aprendo? No, esto no se aprende. No hay tiempo para aprender mientras se torean olas de quince metros. Me basta con dejar una ola atrás y esperar entero la siguiente. ¿Que por qué sonrío entonces? Porque lo disfruto, porque me fascina y me siento vivo. Porque ser padre me convirtió en un guerrero. O eso me gusta creer.
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