Treinta y seis horas después de haber salido de Buenos Aires llegué al Aeropuerto Internacional de Narita para enfrentarme al que sería el primer agosto estival de mi vida. El sol del mediodía reducía las sombras a su mínima expresión y los sombreros y sombrillas eran un accesorio corriente en la calle. El impacto cultural fue tan grande que por un momento me hIzo olvidar las quejas de mi cuerpo por las 12 horas de diferencia con Argentina.
“No duerma”, me alertaron en el hotel. “Espere a la noche”. No dormí en todo el día y recién después de cenar me acerqué a la cama. No dormí en toda la noche.
Como llegué un sábado y no empezaría a trabajar hasta el lunes, salí a hacer un reconocimiento del lugar. Era, por otra parte, una buena excusa para no dormirme. Pedí en la recepción un mapa de la ciudad que vino acompañado de una muy gentil lista de recomendaciones, todas orientadas a optimizar mi tiempo, ninguna relacionada con la seguridad. A pesar de haber llegado poco tiempo después del lamentable ataque al metro con gas sarín, Tokio es una de las ciudades más seguras que conozco.
Tomé el metro en la estación de Shinjuku. Mucha gente leyendo. Mucha gente durmiendo. Con el tiempo fui entendiendo que el ritmo de vida exige aprovechar cada momento del día. Por eso en el metro, el que no lee, duerme.
Cuando se abrió la puerta en la primera parada el bullicio me hizo levantar la vista. Entraron cinco o seis adolescentes que se hicieron notar no solo por el ruido (ahora creo que no era ruido sino un gran contraste con el silencio que reina habitualmente) sino por su aspecto: tatuajes, piercing y cabellos coloridos peinados en forma de cresta. Se sentaron todos juntos, hablando y riéndose sin parar. La cantidad de gente aumentaba a medida que la formación avanzaba. En la estación Ropongi subió una pareja de ancianos y fue entonces cuando ese país pequeñito ubicado en las antípodas de mi casa empezó a llenarme la cara de lecciones.
Cuando las puertas se cerraron el silencio había vuelto al vagón. Miré hacia donde estaban sentados los adolescentes y los vi levantarse en silencio, con la cabeza inclinada en un claro signo de reverencia. Todos, absolutamente todos ellos, sin levantar la vista, dejaron sus asientos a disposición de la pareja de ancianos. Solo después de que los viejitos se sentaron, volvieron a su bulliciosa conversación, ahora de pie.
De a poco me fui acostumbrando a esa sociedad que sustenta sus bases en la dignidad y en el respeto al otro. Tuve incluso la oportunidad de experimentar —creo que fue en los primeros días de septiembre— el Día del Respeto a los Mayores (keirô no hi), un feriado instaurado para honrar a los ancianos y agradecerles todo lo que han hecho por la sociedad. Ese día fui invitado por un amigo local a comer a su casa y conocí a su padre, un hombre con el que no necesité hablar para poder entenderme. Sus diferentes miradas, las arrugas de su cara, el movimiento involuntario de sus manos manchadas, todo en él me habló.
Aunque no volví a pisar suelo nipón, regresé a Japón muchas veces en todos estos años. Cada lugar, cada momento, cada lección que recibí de su cultura está acá, conmigo.
Y duele un poco.
En un mes mi padre cumplirá ochenta y tres años. Creo no equivocarme al pensar que su cumpleaños será para él una suerte de meta alcanzada, de objetivo cumplido. Sus hijos y nietos nos reuniremos con él para disfrutarlo. Y para honrarlo. Y lo disfrutaremos y lo honraremos.
El problema —el que duele— es que en la Argentina no solo no tenemos un Día del Respeto a los Mayores, sino que no tenemos el menor respeto por nuestros mayores. Los viejos nos molestan.
El 7 de febrero pasado mi padre inició el trámite para que el PAMI (el servicio social que «atiende» a los jubilados en Argentina) le proporcione los audífonos indicados por el médico especialista. Siete meses después sigue esperando sus audífonos, mientras su aislamiento se profundiza día tras día.
Mientras tanto, el PAMI informa que la entrega puede demorar hasta un año. Queda la amarga sensación de que los expedientes son ordenados en función de la edad de los demandantes para reducir las entregas. Apuestan a que se van a morir antes.
Somos un país de inmigrantes, de hombres y mujeres que se rompieron el lomo para progresar, pero no es un mensaje que estemos acostumbrados a transmitirles a nuestros hijos. El año pasado, a raíz de una tarea escolar, tuve el placer de compartir con mi hija la investigación y construcción de nuestro árbol genealógico familiar. Fue un ejercicio interesante para comprender que somos nosotros, pero también somos nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros etcéteras.
Aún así, nos es imposible pensar más allá del límite de la frente. Nos cansamos de decir que tenemos un país con grandes riquezas, con recursos naturales inigualables. Nos falta entender —como sí entienden otras culturas— que nuestros ancianos son una de nuestras mayores riquezas, y debemos honrarlos.
Cada vez que veo a mi padre, cada vez que me siento a charlar con él, me transporto a esa pequeña habitación en los suburbios de Tokio y ahí estamos, los dos, sentados sobre nuestros tatamis ensayando un intercambio bidireccional de experiencia y respeto. Y a veces hasta se me suelta una lágrima que atrapo antes de que él lo note. Y él, sabio, hace como que no lo nota.