Llegué al mediodía. El jet lag me empujaba los párpados hacia el piso y el escenario no ayudaba. No era demasiado diferente de otros; todos los aeropuertos son iguales, cosmopolitas por definición. El impacto fue al salir a la calle. El auto me esperaba con la puerta abierta, y el conductor (vistiendo uniforme e inmaculados guantes blancos) me invitó a subir y se encargó del equipaje. El trayecto hasta el hotel fue suficiente estímulo para que mis párpados se limitaran a pestañear apenas lo necesario.
Bajé a cenar. El comedor tenía un exhibidor de vidrio con una muestra de cada plato, identificados con un número de color (el color indicaba si se trataba de entrada, plato principal o postre). A la derecha del exhibidor había una bandeja de madera dividida en cuadrículas, cada una conteniendo las fichas de color numeradas correspondientes a cada plato. Después de elegir qué quería comer, tomé las fichas correspondientes y se las di al mozo. A los pocos minutos estaba cenando sin haber intercambiado una sola palabra. Un método simple pero efectivo.
Terminada la cena hice lo que siempre hago cuando llego a una ciudad que no conozco: salí a hacer reconocimiento de la zona. Caminar me ayudaría además a sumar algo de cansancio; el desbarajuste de estar en las antípodas del mundo con doce horas de diferencia no sería fácil de resolver en la cama.
Media hora después de caminar por laberintos angostos —en los que la vereda no era más que una franja de pintura blanca— noté dos cosas: 1) había menos gente y 2) había menos luz. Ya me había pasado en otras ciudades y el interrogante era siempre el mismo: ¿vuelvo por donde vine o sigo caminando como si no pasara nada? Hice lo que siempre hago, seguir. Al llegar al final de la calle vi unas sombras. Dos hombres (¿tres?) parados frente a una puerta cerrada. No hablaban entre ellos. Tampoco me miraron. Seguí. La adrenalina me zarandeaba las piernas pretendiendo hacerlas correr, pero me contuve. Seguí. Pensé en doblar a la izquierda, pero la oscuridad del callejón no me convenció demasiado. Fuí a la derecha. Había solo una luz en toda la calle. Roja. Una luz roja. Seguí. Entre más sombras, seguí.
Los ruidos de la avenida me devolvieron al mundo. Caminé diez minutos en dirección al hotel, solo que para el otro lado. Cuarenta minutos después de corregir el rumbo, estaba pidiéndole al conserje la llave de mi habitación.
—¿Por allí? ¿Realmente fue a caminar por allí?
—Sí, ¿por qué? ¿Es peligroso?
—No, peligroso no.
Desplegando sobre el mostrador un mapa de la ciudad, me señaló la zona: en mi recorrido nocturno había hecho un breve paseo por los suburbios del barrio Kabukich?, controlado por la Yakuza, la mafia japonesa. Le pregunté sorprendido por qué no me habían hecho nada. Su respuesta me sorprendió todavía más: «¿Por qué lo harían?».
Con el pasar de los días —mientras dejaba atrás los efectos del jet lag— empecé a entender esa cultura basada en la educación y el respeto al otro. Entendí que la razón por la que el delito callejero, irracional y salvaje no existe es una consecuencia de la educación y no de la represión. Entendí que esa primera noche no me protegieron mis piernas sino su educación. Aún para delinquir.
El sábado pasado, hace apenas dos días, la carnicería que queda a 150 metros de mi casa recibió la visita de un par de delincuentes. Voy a omitir la cantidad de detalles sin verificar publicados —siempre en potencial— por los medios. El empleado de la carnicería murió de dos tiros. Lo importante es eso. Esa es nuestra realidad local.
Consumido casi el 20% del siglo XXI, seguimos sentados en círculo en nuestras gradas mirando fijo a nuestro sistema educativo del siglo XIX y pensando qué hacer con él. Y en nuestra discusión filosófica gritamos, defendemos y atacamos posiciones que nada tienen que ver con el futuro (N. del A.: el futuro son nuestros hijos). Es comprensible, porque discutir con seriedad el futuro de la educación implica discutir roles. Y cuestionar el poder. Y animarnos a predecir el futuro.
Acerca de los roles
Para muchos, la definición de educación se reduce a cuatro paredes llenas de pupitres prolijamente ordenados, con alumnos blancos (los que serán «iluminados») sentados frente a un docente y una pizarra, “obligados a aprender el mismo tema, el mismo día, a la misma velocidad, en el mismo salón de clase” (Isaac Asimov). Esta definición es un pasaje a la frustración. Esta definición debe cambiar.
Nuestros hijos son diferentes a como éramos nosotros a su edad. El contexto los hace diferentes. A mis 14 años recordaba con facilidad los números telefónicos de todos mis compañeros de clase. Hoy no recuerdo ni siquiera el de mi esposa, y confieso que eso me molesta un poco. Mi hija de 14 no recuerda ninguno, y no le molesta nada. De hecho, no entiende la necesidad de recordarlos. Su smartphone los recuerda.
También tenemos —con nuestros hijos— sutiles diferencias físicas. El dedo pulgar, por ejemplo.
Estudios realizados por el Centro Nacional para la Información Biotecnológica (NCBI, dependiente de la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos) acerca de la evolución de la mano humana confirman que fue el dedo pulgar lo que le permitió al ser humano construir herramientas. La NCBI afirma, además, que en algunas generaciones más nuestro dedo pulgar tendrá la misma longitud que el meñique. El ser humano está cambiando de manera constante. Lenta, pero constante. No es casual que en China los niños aprendan en sus clases de educación física a ejercitar el pulgar.
Si nuestros hijos están cambiando (evolucionando), los roles del sistema educativo deben cambiar (evolucionar). Nuestros hijos no pueden tener el mismo docente de matemática que tuvimos nosotros (si es que deben tener docente de matemática). Por lo visto, tampoco el de educación física puede ser el mismo.
Acerca del poder
El Estado debe ser garante de la educación, pero visto no solo como un mecanismo de inclusión tradicional. La educación inclusiva del siglo XIX (es decir, la actual) tenía como objetivo facilitar la integración de las personas en un contexto social establecido, formando principalmente trabajadores. Hoy el Estado tiene una responsabilidad mucho mayor: la inclusión debe abordar la formación en habilidades blandas que permitan construir conocimiento nuevo y no solo aplicar el existente. Ciudadanos críticos y pensantes que puedan adaptarse a los cambios de manera rápida y eficaz.
Sin embargo, el Estado como tal es casi una entelequia corporizada principalmente en el gobierno de turno. De allí la frecuente confusión entre Gobierno y Estado. Y para los gobiernos, eso de “ciudadanos críticos y pensantes, capaces de adaptarse a los cambios y construir conocimiento” se asocia a cierta autonomía que puede no resultar tan tentadora.
«La democracia no puede funcionar a menos que aquellos que expresan su elección estén preparados para elegir sabiamente. La auténtica garante de la democracia es, por tanto, la educación», dijo Franklin D. Roosevelt expresándose mucho mejor que yo.
Acerca de predecir el futuro
En el 2008 se produjo un hecho histórico para la humanidad: la cantidad de dispositivos conectados igualó a la población mundial. Este punto de inflexión produjo dos cambios significativos: 1) el crecimiento de dispositivos pasa de lineal a ser un crecimiento exponencial, y 2) la proyección de dispositivos conectados fortalece el concepto de «Internet de las Cosas» como nave insignia de la 4ª Revolución Industrial.
La Inglaterra del siglo XVII fue el escenario de la Revolución Industrial (hoy, la primera). La mecanización (de la mano de la máquina de vapor) de trabajos hasta entonces artesanales tuvo efectos profundos en la producción desde todo punto de vista. Sin embargo, la imprevisión y el desconocimiento (de nuevo, era la primera) impidieron anticiparse a sus efectos adversos. Los artesanos, dueños hasta entonces de su trabajo y su tiempo, se trasladaron a las ciudades a trabajar en fábricas cumpliendo horarios agotadores. Las mujeres y los niños llegaron a equiparar la cantidad de trabajadores varones: la explotación infantil comenzaba en algunos casos a los 6 años.
A pesar de esa tentación irresistible que tiene el ser humano de tropezar dos veces con la misma piedra, la 4ª Revolución Industrial nos enfrenta a una oportunidad histórica: prepararnos para capitalizar lo bueno y neutralizar lo no tan bueno.
«Nunca uses a un humano para hacer el trabajo de una máquina». Esta frase forma parte del guión de la película de ciencia ficción The Matrix estrenada en 1999. ¿Ciencia ficción? Parece que es solo cuestión de tiempo. Internet de las Cosas, los vehículos autónomos, las ciudades inteligentes y las soluciones de inteligencia artificial cambiarán nuestras vidas de una manera radical. No podemos mirar para el costado. No puede tomarnos por sorpresa.
¿Cómo seguimos?
No sé. La frustración es tal vez la mayor puerta de acceso a la delincuencia. Lo he visto muchas veces. Tener o no acceso a los recursos es lo que hace la diferencia, y no me refiero a recursos económicos, sino a convertir a nuevos jóvenes en una suerte de MacGyver capaces de resolver situaciones adversas con creatividad, que lo difícil se convierta en un desafío. ¿Es entonces la educación la solución definitiva al problema de la delincuencia? No, claro que no. ¿Ayuda? No tengo dudas. Desde el sistema educativo en todos sus estratos, con los programas de formación profesional y exigiendo que el Estado promueva y garantice la seguridad y privacidad de la información, tenemos que arriesgarnos a predecir el futuro.
«La mejor manera de predecir el futuro es inventarlo», dicen que dijo Abraham Lincoln, Steve Jobs, Alan Kay, Peter Drucker o tal vez Sophia Bedford. Sin importar demasiado quién lo dijo, adhiero sin condiciones.