Lecturas subterráneas 3
La puerta se abre como respuesta a dos toc toc breves. Grande es mi sorpresa cuando veo que quien la abre no es mi psiquiatra, sino un hombre joven con guardapolvo blanco. Apenas se cierra la puerta tras de mí, veo a mi psiquiatra salir rápidamente a mi encuentro caminando de un modo que me recuerda graciosamente a un pingüino. Ya frente a mí, hace un intento infructuoso por darme la mano. “Linda camisa”, le digo como para disimular el mal momento. Hace con la cabeza un claro gesto para que lo siga y camina en dirección a su consultorio. Lo sigo de cerca, contando mentalmente la cantidad de hebillas que se disponen en forma vertical en su espalda.
“¿Cómo se llamaba el firulete ese?”, me pregunta aún antes de sentarse. Lo miro con expresión de no entender nada. “El cuchuflo ese que usted pone adelante de la palabra. Ese que parece una porción de pasta frola liliputiense”, agrega. Ah, imagino que se refiere al signo numeral. En algunos lugares lo llaman almohadilla. Es el pound de los norteamericanos. “Ese”, me dice ya sentado y con la mirada perdida más allá de la ventana, más allá del jardín, más allá…
Mientra camino por la calle Arévalo en dirección al #subte no puedo dejar de pensar en mi psiquiatra. No es que sienta pena por él, pero ya tampoco admiración. Me pregunto si el tratamiento que está aplicando a mi TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo) es el adecuado. Él afirma que lo es, y que está dando los resultados esperados. No lo sé. Sin embargo, subo al #subte y, siguiendo al pie de la letra sus indicaciones, empiezo a recordar con una precisión que me aterra los tuits que realicé bajo tierra entre marzo y abril de 2011. (más…)
Toc, toc. La puerta se abre y mi psiquiatra me franquea el paso. Su consultorio me resulta desconocido; es el mismo, sí, pero distinto. Me pregunta si estoy mejor y yo, sin mirarlo, repregunto: ¿mejor que qué? Mejor que la última vez, me dice. Su consultorio está distinto. Está ordenado. Todo está ordenado. Los papeles sobre su escritorio se acomodan de manera simétrica y equidistante.
Llevo casi 20 años viviendo en Buenos Aires. Llevo casi 20 años viajando en subte. Y llevo casi la misma cantidad de años leyendo en el subte. Pero fue recién en julio de 2010 que se me ocurrió prestar atención a lo que leían los otros. Los otros pasajeros, digo. Y fue un descubrimiento sorprendente. Más que un descubrimiento, fue como atender a un llamado. Toc, toc. Un llamado.
El 22 de diciembre escribí en mi muro de Facebook: “Hermano, es el mejor ron que bebí en mi vida”, fragmento del libro “La pipa de Hemingway”, del escritor José María Gatti. Una buena amiga de Rosario agregó: “Ese comentario solía escuchársele a don Ernest cada dos horas aproximadamente”. Lo que mi amiga no sabía es que esa frase no perteneció a Ernest Hemingway, sino al peruano Hugo Patiño, amigo de Gatti que, en un abuso de confianza, le vació una botella de ron Gran Añejo Vigía (identificada con el número 2756) que para Gatti tenía un valor que iba mucho más allá de su graduación alcohólica. Una pérdida irreparable.