Cuestión de escala

13269298_10209565336755302_1451054639160593297_nAl final todo se reduce a una cuestión de escala.

El domingo salí a cazar temprano («Cazar para la manada», Sep-2012). Según el ticket del estacionamiento llegué al Jumbo de Palermo a las 08:17. Detesto ir al supermercado pero tengo que ir, y prefiero hacerlo los domingos bien temprano, cuando casi todo el mundo duerme y el coto de caza está enteramente a mi disposición.

Con un estacionamiento virtualmente desierto, dejé el auto en el primer lugar, el más cercano a la entrada. Caminé los quince o veinte metros que me separaban de la puerta cuando sentí el golpe. El Toyota Corolla color gris plata estacionado al lado acababa de chocar mi auto mientras intentaba salir marcha atrás. Un evidente error de cálculo que dejó su rastro en la humanidad de mi autito. (más…)

La hamburguesa de la discordia

ronaldJamás se me borrará de la cabeza la imagen de esos chicos con la frente pegada al vidrio atragantándose con el reflejo del sol sobre el Río de la Plata.

Los acompañé. Juntos atravesamos los molinetes y entramos en un moderno ascensor que tenía una pantalla con las noticias del día. Para muchos de ellos era la primera vez en un ascensor. Algunos hacían bromas conmigo como una forma de naturalizar el momento. Recuerdo a una de las chicas agarrándose la panza por la sensación que le produjo el ascensor al arrancar. No me avergüenza confesar que yo estaba más feliz que ellos; después de haber compartido durante cuatro meses una experiencia que nos marcó a todos, podía percibir en cada uno una mirada distinta. Una mirada de satisfacción y de esperanza. Sí, dentro de ese ascensor, durante el trayecto al piso 17, me sentí feliz. (más…)

No me hablen de «Big Data»

cansadoEl anuncio reciente del gobierno nacional de extender a los monotributistas el beneficio de la asignación familiar por hijo me enfrentó a una realidad que llevamos décadas escondiendo debajo de la alfombra. El trámite es relativamente sencillo y se realiza a través de la página de la ANSES, ingresando con una clave que también se gestiona en el mismo sitio. Como debe ser.

Claro que para ser beneficiario de una asignación por hijo hay que tener hijo. Y para la ANSES yo no tengo hijos. Es más, ni siquiera tengo esposa. Más aún, todavía vivo en el primer domicilio formal que tuve al llegar a Buenos Aires y que dejé en 1996, hace exactamente 20 años.

“No se preocupe, lo vamos a resolver”, me dijo un operador cuando llamé. “Solo tiene que traer…”, y empecé a anotar. Fotocopia del DNI de mi esposa. Y el original. Y fotocopia de los DNI de cada uno de los chicos. De los dos lados. Y sus respectivos originales. Ah, y fotocopia de la libreta de matrimonio. De todas las hojas. Y la libreta original. Los cuatro chicos nacieron, así que tengo que llevar las partidas de nacimiento. Sí, originales. De cada uno. Y las cuatro fotocopias. De los dos lados, para que se vean los sellitos.

Fui.

“¿Tiene turno?”. Nadie me dijo que tenía que pedir turno previamente. “Tome, lo llaman por la pantalla naranja”. La pantalla naranja —la pantalla de los sin turno— acusaba el 196. Me senté, apreté fuerte mi papelito bautizado con el 277 y puse la mente en blanco.

Argentina cuenta con registros de población desde hace más de un siglo. Esos registros crecieron y se complejizaron a partir de la gran ola migratoria que empezó en 1880 y se extendió hasta bien entrado el Siglo XX. Eso está muy bien, pero es historia.

La realidad es que a cuatro meses de comenzado el segundo quindenio del Siglo XXI tuve que sentarme en una silla del Estado de una oficina del Estado a brindar información que ya tienen no menos de siete organismos del Estado.

Los censos de población en Japón tienen como objetivo primario validar los registros de población que se actualizan a partir de la información de nacimientos y defunciones. El tema —en una simplificación un tanto salvaje— es más o menos así: si éramos 100, nacieron 15 y murieron 11, ahora tenemos que ser 104. Hacen un censo y les da 104. Y si no les da 104, identifican el error y ajustan.

En Argentina un censo de población —que es la caja de Pandora— es lo más preciso que tenemos en términos de información de los habitantes. Sin embargo, no podemos cargarle las tintas al INDEC por la falta de información actualizada de los otros organismos del Estado: la Ley 17622 establece el secreto estadístico y prohíbe difundir o compartir información con un grado de desagregación que permita identificar al individuo. Y está muy bien que así sea.

Pero, ¿y los otros organismos del Estado? Veamos.

Los registros civiles (nacimientos, defunciones, uniones y desuniones civiles), los ministerios de educación (historial de escolaridad, completitud, etc.), los ministerios de salud (a través de las historias clínicas), las entidades financieras (quizás los que más saben de nosotros) y la AFIP saben quién soy, cuántos años tengo, cuánto mido y peso, quién duerme en mi cama, cuántos desayunamos en la misma mesa.

Entonces, ¿qué les pasa?

No voy a aburrirlos extendiéndome más de lo necesario. Además, ahora me tengo que ir al Banco de la Provincia de Buenos Aires a pagar la cuota de mi préstamo hipotecario, para lo cual en un mostrador me van a dar tres papeles llenos de sellos con los que tendré que ir a la caja a que le pongan más sellos para luego volver al mismo mostrador a dejar una copia.

Pero no quiero irme sin pedirles que antes de hablarme de «Big Data» hagan un esfuerzo y se hablen entre ustedes. Por el Siglo XXI que les pide a gritos que estén a la altura de las circunstancias. Y por mí, que ya empiezo a sentirme cansado.

La difícil

perfumoMás o menos por la misma época en la que yo empezaba mi relación con la literatura (recortando durante la siesta las páginas de la colección de revistas Selecciones de mi abuela), llegaban a mis manos las primeras adicciones. Era el año 1968 y mientras el mundo de los grandes se concentraba en los preparativos de lo que sería la hazaña de Neil Armstrong en julio del año siguiente, nuestro mundo llegaba a su cenit en los recreos de segundo grado. Esperábamos el sonido de la campana con la mano en el bolsillo del guardapolvo, tanteando el «toquito» de figuritas repetidas que habíamos seleccionado para cambiar.

Ahora que lo pienso creo que fue allí, con esa práctica, donde empezaron a forjarse los grandes empresarios, los buscavidas y también los políticos. La «tapadita» y el «espejito» se codeaban con acciones de trueque de dudosa justicia, negociaciones de alto nivel y también algunas apretadas en los recovecos del baño.

Las que mejor cotizaban eran las de Racing, que venía de ganarse todo. El campeonato local del 66, la Libertadores y la Intercontinental eran justificación suficiente para pedir cualquier cosa a cambio. Racing se repetía en el murmullo del recreo (aunque no todos supieran exactamente de qué hablaban) y la figurita de Roberto Perfumo se convertía en “la difícil”.

Y a mí me empezó a gustar. A mí, que me habían criado con los colores rojo y negro en el chupete, Racing me empezó a gustar.

Después de jugar a la pelota con mis amigos, el 22 de agosto de 1971 volví a mi casa a tomar la leche y le dije a mi mamá: “Quiero ser de Racing”. Todavía retumbaba en mi cabeza el grito en la radio de José María Muñoz cuando el Chango Cárdenas se puso la camiseta del arquero (expulsado) y le atajó el penal al Chango Gramajo, dejando a Central con sabor a leche de magnesia en la boca. Se ve que a mi mamá el comentario no llegó ni a despeinarla, porque el rojo y el negro se me hicieron carne y ya fueron incluso transferidos via cromosomas a mi descendencia.

Lo recuerdo bien. Cinco de Boca (la de Roma entre ellas) me había costado conseguir la de Perfumo en ese recreo de segundo grado. Una transacción calificada por esos años como ruinosa por una mayoría desconocedora de que la figura de Roberto Perfumo, como los buenos vinos, pasaría de siglo con el honor y el respeto de los grandes.

Keirô no hi

Treinta y seis horas después de haber salido de Buenos Aires llegué al Aeropuerto Internacional de Narita para enfrentarme al que sería el primer agosto estival de mi vida. El sol del mediodía reducía las sombras a su mínima expresión y los sombreros y sombrillas eran un accesorio corriente en la calle. El impacto cultural fue tan grande que por un momento me hIzo olvidar las quejas de mi cuerpo por las 12 horas de diferencia con Argentina.
“No duerma”, me alertaron en el hotel. “Espere a la noche”. No dormí en todo el día y recién después de cenar me acerqué a la cama. No dormí en toda la noche. (más…)