Lecturas subterráneas 4
Empezó el calor y se hace sentir. Se dice que en la época estival hay que usar ropa de colores claros. De todos modos, no está para usar camisa de manga larga, y mucho menos con los brazos cruzados sobre el pecho y las puntas de las mangas atadas a la espalda.
Así es como espero a mi psiquiatra, sentado en el jardín a la sombra de un enorme jacarandá. Llega solo, vistiendo una inmaculada camisa blanca igual a la mía y caminando con sus graciosos pasitos de pingüino, girando el tronco de un lado al otro para suplir el impedido balanceo de los brazos. (más…)
La puerta se abre como respuesta a dos toc toc breves. Grande es mi sorpresa cuando veo que quien la abre no es mi psiquiatra, sino un hombre joven con guardapolvo blanco. Apenas se cierra la puerta tras de mí, veo a mi psiquiatra salir rápidamente a mi encuentro caminando de un modo que me recuerda graciosamente a un pingüino. Ya frente a mí, hace un intento infructuoso por darme la mano. “Linda camisa”, le digo como para disimular el mal momento. Hace con la cabeza un claro gesto para que lo siga y camina en dirección a su consultorio. Lo sigo de cerca, contando mentalmente la cantidad de hebillas que se disponen en forma vertical en su espalda.
Llevo casi 20 años viviendo en Buenos Aires. Llevo casi 20 años viajando en subte. Y llevo casi la misma cantidad de años leyendo en el subte. Pero fue recién en julio de 2010 que se me ocurrió prestar atención a lo que leían los otros. Los otros pasajeros, digo. Y fue un descubrimiento sorprendente. Más que un descubrimiento, fue como atender a un llamado. Toc, toc. Un llamado.