Cazar para la manada
El temor cede a medida que el interior profundo se va haciendo conocido. Al principio abruma; todo parece igual hasta que todo empieza a ser distinto. El ritmo caótico de los seres vivos contrasta con la pasividad de cientos, miles de objetos inertes. Los colores se imponen por sobre un concierto de sonidos imprecisos pretendiendo ganar una batalla de sentidos sin sentido. A medida que se avanza, las sombras se funden y confunden a quien presume la existencia de una única fuente de luz. Caminar con la vista fija en el suelo revisando cada pisada es casi un mandato; lleva algún tiempo comprender que esa precaución es innecesaria. Entonces los ojos se alinean con el horizonte y un festival cromático se presenta con un esplendor incómodo. La mímesis de los frutos verdes da paso a rojos intensos y brillantes. Ramilletes amarillos longilíneos y corvos se apilan en montones junto a una pirámide perfecta de esferas anaranjadas que perfuma el aire con un aroma cítrico. Más allá, al final de un sendero sospechosamente recto, la temperatura desciende de manera significativa. En lo que parece un camastro yacen decenas de peces sobre un colchón de cristales; basta observar sus ojos para comprender que no volverán a nadar. Lo mismo sucede con las manadas bovinas; sus restos se apilan prolijamente en trozos sanguinolientos, algunos tan pequeños que parecen haber sido triturados y regurgitados por las poderosas mandíbulas de un tiranosaurio rex. Y en el medio de ese caos, yo. (más…)