La inteligencia es un commodity

Dos escenas me llamaron la atención cuando entré a ese lugar. La primera: una chica de unos 22 o 23 años en un sillón enorme, la notebook en la falda y los auriculares conectados a un smartphone que descansaba al lado, sobre el almohadón. Estaba sentada sobre su pierna izquierda flexionada y tecleaba sin parar. La otra: un chico, tal vez un poco más grande, de unos 25, en un escritorio. El smartphone estaba al lado del teclado, con la pantalla hacia abajo. Además, tenía un Post-it amarillo pegado en el borde de la pantalla, arriba y al centro, seguramente tapando la cámara. Terminada mi reunión, una hora después, salí de ese espacio de trabajo compartido (co-working) pensando en esos chicos que no tenían ninguna relación con las personas con las que me reuní, y que seguramente nada tenían que ver entre ellos. (más…)

De delincuentes, revoluciones y educación

Llegué al mediodía. El jet lag me empujaba los párpados hacia el piso y el escenario no ayudaba. No era demasiado diferente de otros; todos los aeropuertos son iguales, cosmopolitas por definición. El impacto fue al salir a la calle. El auto me esperaba con la puerta abierta, y el conductor (vistiendo uniforme e inmaculados guantes blancos) me invitó a subir y se encargó del equipaje. El trayecto hasta el hotel fue suficiente estímulo para que mis párpados se limitaran a pestañear apenas lo necesario. (más…)

Ayer me robaron

Ayer me robaron. Tres tipos. Me robaron el bolso con mi notebook nueva, efectos personales y años de trabajo y esfuerzo. También, durante un tiempo, me robaron la dignidad. Me sentí vulnerable, desnudo, ultrajado.

El transporte aéreo es el más seguro del mundo por una razón muy simple: cuando se produce un accidente, un manojo de tipos se ocupa de establecer las causas y neutralizarlas, a veces con soluciones tan simples como poner una tapita sobre un interruptor para que no sea accionado accidentalmente con el codo. El resultado es contundente: nunca más se caerá un avión por esa razón. Pero esto solo sucede en la industria aeronáutica, y es producto del impacto que genera en la sociedad un accidente aéreo. No solo por la cantidad de víctimas, sino porque todavía, a estas alturas del siglo XXI, la mayoría de nosotros piensa que un avión volando es «cosa ‘e mandinga».

Ayer me robaron y, a pesar de mi pragmatismo, cada tanto las imágenes vuelven.

Lo lógico, tal vez, sería ponerme a putear contra el Ministerio de Seguridad desde la cabeza hasta la última subsecretaría, pasando por los organismos descentralizados y, ya que estamos, la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional del Honorable Congreso de la Nación.

Pero no. No vale la pena. Ellos se especializan en curitas. No entienden de aeronáutica. Tal vez, si por cada muerto en un hecho delictivo murieran al mismo tiempo 600 personas más de manera aleatoria, aprenderían. Pero no, eso no pasa.

En cambio yo apunto, señalo y hago totalmente responsable del hecho que me tocó vivir al Ministerio de Educación.
Hay una diferencia sustancial entre ser pobre y estar en la pobreza. Yo he estado en la pobreza alguna vez, pero gracias a la educación nunca he sido pobre. El tema es que por estas latitudes los gobiernos necesitan de los pobres y por lo tanto restringen y condicionan la educación.

El estado actual del sistema educativo argentino no es producto de la desidia, sino de una necesidad estratégica y centenaria de profundizar las diferencias sociales.

Ayer me robaron y, mientras las imágenes se van borrando, yo sigo tratando de convencer a quien se me ponga adelante de que, a menos que empecemos a tomar en serio la educación, seguiremos siendo un país inviable.

Un favor al pie: No estoy criticando a un gobierno, sino cuestionando al Estado. No me pongan ningún sayo ni traten de identificarme con ningún bando (o banda). En la grieta solo se caen los que tienen los ojos tapados. No es mi caso.

Internet de las Cosas: la blitzkrieg del siglo XXI

«El frente de batalla se ha perdido, y con él la ilusión que siempre había existido en un frente de batalla. En esta no hubo una guerra de ocupación, sino una guerra de penetración rápida y anulación».

Así comenzó un periodista de la revista Time su descripción de la invasión de Polonia por parte de la Alemania nazi en septiembre de 1939. Esa fue la primera vez que las fuerzas alemanas pusieron en práctica la blitzkrieg (guerra relámpago), una técnica militar aplicada por tierra y aire a una velocidad que deja al enemigo sin capacidad de reacción.

Hace unos días asistí en Buenos Aires a uno de los eventos tecnológicos más relevantes de la región, donde se presentaron soluciones innovadoras, tendencias y casos de uso relacionados con la computación en la nube (cloud computing). Curiosamente, de las más de seis horas que duró la jornada solo se dedicaron cuarenta y cinco minutos a Internet de las Cosas (#IoT).

Algunas horas después recibí en mi casilla de correo la información y agenda del que, sin dudas, será el congreso más influyente de la región en materia de industria agropecuaria. Durante cuatro días del mes de agosto se realizará en la ciudad de Rosario lo que describen como «la reunión más importante de referencia tecnológica en el continente y reconocido mundialmente como una verdadera red de actualización, intercambio y conocimiento de tecnologías avanzadas». Tiempo dedicado a Internet de las Cosas: cero.

La ausencia en la agenda de lo que Klaus Schwab definió como la cuarta revolución industrial debería ser una señal de alarma. Para mí lo es.

El mercado global de Internet de las Cosas para la industria (#IIoT por sus siglas en inglés) proyecta alcanzar los USD 123.8 billones para el 2021. El efecto que tendrá esto en una industria como la agropecuaria será revolucionario o devastador según seamos capaces de capitalizarlo o no.

Internet de las Cosas no es un producto. Internet de las Cosas es un concepto, un cambio de paradigma. Existe la creencia generalizada de que Internet de las Cosas es una ciencia privativa de la comunidad tecnológica cuando en realidad es una responsabilidad de todos.

Hace ya tiempo que venimos hablando de los cambios que se avecinan en el mundo del trabajo como si esto fuera una verdad revelada, cuando en realidad sabemos que a lo largo de la historia toda revolución industrial produjo un impacto significativo en el campo laboral. Aún así, seguimos siendo incapaces de dimensionar lo que Internet de las Cosas producirá en nuestras vidas.

El sistema educativo, por su parte, se mantiene en un movimiento rectilíneo uniforme, el mismo que transita desde hace más de un siglo. Me pregunto entonces: ¿cómo seremos capaces de capitalizar a nuestro favor los efectos de esta revolución si nuestros hijos, quienes serán los principales actores del cambio, permanecen en una burbuja?

Internet de las Cosas es la blitzkrieg del siglo XXI y, a menos que asumamos la responsabilidad de prepararnos y preparar a las generaciones futuras, nos va a pasar por arriba sin que nos demos cuenta. Y entonces sí, todos vamos a perder.

Paseando por el Siglo XIX

La imagen que acompaña a este texto fue tomada en un aula en el Siglo XIX (la tomé prestada del blog Historia de la Educación Argentina). Quiero proponerles un ejercicio: retocar esta fotografía tanto como nos sea posible. No, no con Photoshop, usemos la imaginación que es mucho más poderosa y es gratis. Qué les parece si empezamos dándole algo de color al póster. Pero no mucho; recuerden que las imágenes de próceres deben “sudar” historia. La pared blanca que quede blanca, como los guardapolvos. Para los pupitres podemos usar dos colores diferentes: negro mate para las patas de hierro y marrón veteado para la madera. Sobre el pupitre de la nena de trenzas hay un tintero. ¿Qué opinan? Bien, va azul entonces. Mezclando negro, blanco y marrón podemos armar una buena variedad de colores. Ahora, a elegir cabezas: castaño claro, negro, marrón, castaño oscuro, y así. Sigamos. Los labios de la maestra solo pueden ser rojos. Bien rojos. Y detrás de ella, el pizarrón de un color gris pizarra. O verde. Creo que ya estamos. Con este simple ejercicio hemos logrado, como tirando de una soga, traer la escena algunas décadas más cerca de nuestros días. Pero qué les parece si tiramos un poco más. Digo, ¿y si apoyamos una mochila con un estampado de Hannah Montana contra la pata del pupitre de la segunda fila? Imaginemos también que al chico que está más cerca en el plano, en la tercera fila (peinado con una prolija raya al costado), le ponemos un celular entre sus pulgares. Y para terminar, al alumno que está parado le cambiamos el papel que tiene en la mano por un iPad. La pregunta ahora es: ¿cambió algo? Yo creo que no. Estoy convencido de que nada ha cambiado. Bueno, sí, hemos modernizado en parte la imagen, pero en el fondo nada ha cambiado. (más…)