El temor cede a medida que el interior profundo se va haciendo conocido. Al principio abruma; todo parece igual hasta que todo empieza a ser distinto. El ritmo caótico de los seres vivos contrasta con la pasividad de cientos, miles de objetos inertes. Los colores se imponen por sobre un concierto de sonidos imprecisos pretendiendo ganar una batalla de sentidos sin sentido. A medida que se avanza, las sombras se funden y confunden a quien presume la existencia de una única fuente de luz. Caminar con la vista fija en el suelo revisando cada pisada es casi un mandato; lleva algún tiempo comprender que esa precaución es innecesaria. Entonces los ojos se alinean con el horizonte y un festival cromático se presenta con un esplendor incómodo. La mímesis de los frutos verdes da paso a rojos intensos y brillantes. Ramilletes amarillos longilíneos y corvos se apilan en montones junto a una pirámide perfecta de esferas anaranjadas que perfuma el aire con un aroma cítrico. Más allá, al final de un sendero sospechosamente recto, la temperatura desciende de manera significativa. En lo que parece un camastro yacen decenas de peces sobre un colchón de cristales; basta observar sus ojos para comprender que no volverán a nadar. Lo mismo sucede con las manadas bovinas; sus restos se apilan prolijamente en trozos sanguinolientos, algunos tan pequeños que parecen haber sido triturados y regurgitados por las poderosas mandíbulas de un tiranosaurio rex. Y en el medio de ese caos, yo.
—¿Preferís que vayamos al súper ahora o vamos a la tarde?
Las opciones podrían haber sido tres, pero no, son solo dos. No ir no está entre los planes de mi mujer. Antes de contestar la miro primero a ella y después miro a mi alrededor. El de 25 confirma su presencia a través de los ronquidos que llegan desde la habitación. La de 22 bucea en la taza del desayuno. El de 15 intenta amigarse con el redoblante que le acaba de comprar a un amigo que seguramente fue conminado por sus padres para que se desprendiera del instrumento. Y la de 8, sentada en el sofá, alterna su mirada dulce entre Disney Channel y su padre. Todos, absolutamente todos, se sentarán a la mesa al mediodía con el pretencioso deseo de comer. Sí, es hora de salir a cazar para la manada.
El estacionamiento es el primer indicador de lo que nos espera: se parece más a una megamuestra de la industria automotriz de Detroit que a la antesala de un supermercado. Mientras todos pugnan por ubicarse lo más cerca posible de la puerta de acceso, yo estaciono en el sector más alejado y con menor densidad de vehículos. Caminamos en dirección a la puerta. Caminamos. Caminamos. Caminamos y finalmente nos internamos en el interior profundo de la sociedad de consumo.
En nuestro ordenamiento tácito yo quedo al mando del changuito mientras mi mujer opera la lista y establece la logística. Instintivamente ajusto el nivel de presión de cada brazo; las ruedas delanteras del chango presentan síntomas severos de estrabismo afectando la precisión de las maniobras.
La primera parada es en el sector de perfumería. Llevamos más de diez minutos parados frente a la góndola de las cremas de enjuague y yo me pregunto si no estaremos orando. Con una sola mano (la otra descansa con el pulgar trabado en la correa de la cartera) mi mujer toma un envase verde de Sedal, lo gira, lo lee y lo deja en su lugar. Ahora es el turno del rojo, que al cabo de un minuto corre la misma suerte. «¿Trescientos treinta centímetros cúbicos a veintidós con treinta o doscientos centímetros cúbicos a diecisiete con noventa?». Ella me mira esperando una respuesta y yo me limito a levantar los hombros. El envase verde cae adentro del chango y con nuestra primera presa dominada inauguramos la cacería. Doce jabones de tocador empaquetados prolijamente de a tres escoltan y aprisionan a la crema de enjuague contra una esquina. Seleccionar la espuma de afeitar nos toma de tres a cinco segundos: la elijo yo.
Ahora es el turno de la carne. No, no me refiero a eso, hablo de la sección carnicería, donde la temperatura ambiente desciende hasta casi producir auroras boreales. Las bandejas de carne picada son tan iguales unas a otras que la elección se simplifica. Tres bandejas. No, esas no. Esa sí. Y esas dos también. ¿Cuadrada para milanesas? Cuatro. Y bondiola de cerdo, que a los chicos les encanta. Con los cadáveres trozados en el changuito nos dirigimos hacia donde descansan sus parientes cercanos, los fiambres. Bondiola, mortadela y veinticuatro salchichas de viena, las de los perritos. También caen al fondo del chango dos paquetes de queso feteado y un par de bolsitas de reggianito rallado.
Honrando nuestra condición de mamíferos nos detenemos en la sección de los lácteos. Empezamos con dos cajas de crema de leche de quinientos centímetros cúbicos por unidad y el interior de nuestro estrábico transporte empieza a ser un desorden que merece nuestra atención. Lo de perfumería bien en el rincón, lejos de la carne (para que no le dé olor). Arriba de la carne, los fiambres, así se mantienen fríos. Y empezamos. Primero, cinco litros de leche, uno al lado del otro, prolijamente acomodados. Sobre ellos, cuatro litros más, trabados como si fueran ladrillos. En un tercer nivel, también trabados, acomodamos tres litros más para terminar en una última fila completando un total de catorce litros de leche. ¿Para todo el mes? No, para una semana.
El sector de la verdulería es sin lugar a dudas el más logrado en términos selváticos. También es donde mi mujer despliega con destreza sus dotes de estratega: «Diez bananas, ocho zapallitos y dos calabazas» tira al aire mientras se ocupa de seleccionar entre los tomates aquéllos que cumplan con sus parámetros biológicos. Anudando bolsas paso del verde al amarillo y de allí a anaranjado. Se me ocurre pensar que todo sería más rápido si del techo colgaran lianas. En el chango aterrizan también una bolsa con seis tomates preciosos, dos bolsas de papas y un envoltorio de lechuga. Estiro el brazo para alertar a mi mujer de que hay que pesar todo y me detengo justo antes de tocar a una desconocida. Mi mujer ya no está.
Veinticuatro salchichas de viena requieren de, al menos, la misma cantidad de pan para panchos. Y en eso nos enfocamos. Cuatro bolsas de seis. Y un pan lactal. Y pan para hamburguesas. ¿Cuántos? Doce. ¡Pero no compramos hamburguesas! Mientras mi mujer avanza dos casilleros para buscar el azúcar y el aceite en la sección de almacén, yo retrocedo cinco en busca de los tejos congelados de carne picada. Nuestro punto de encuentro: la sección de limpieza.
Guiado por el persistente olor a jabón en polvo encuentro a mi mujer en una suerte de trance frente a una innumerable cantidad de bolsas azules. La de cinco kilos con la promoción de un suavizante gratis corona ahora la montaña de elementos que contiene nuestro carro. Y entonces oigo la palabra mágica que estuve esperando desde el momento mismo en el que entramos al estacionamiento.
«Listo» dice mi mujer, y en mis oídos suena el estribillo de Barcelona en la voz de Montserrat Caballé.
Elegir el lugar más adecuado para salir de la selva no es un tema menor. Cincuenta y cinco cajas hay. Cincuenta y cinco. Y nosotros elegimos la de Luciana, una chica jovencita y simpática que transita su primer día de entrenamiento al frente de la cinta transportadora y el lector infrarrojo.
Tres horas después de nuestra partida bajamos del ascensor cargando quince bolsas. Nos acercamos al departamento en silencio. Arrimo la oreja a la puerta y con una seña le indico a mi mujer que todo parece estar en orden. Sin embargo, no podemos correr ningún riesgo. Mientras ella alista la llave yo abro una de las bolsas y saco una bandeja de carne picada. La miro y asiento. Ella introduce la llave en la cerradura y a pesar de las precauciones el imperceptible roce del bronce alerta a los chicos. Con la velocidad de un rayo abre la puerta y se aparta dejándome libre el espacio para arrojar la bandeja que se desliza sobre el piso de madera y se pierde por el pasillo.
Siendo las cuatro de la tarde nos sentamos a almorzar. Miro a mi mujer y ella me devuelve una sonrisa. Ha pasado otro día de cacería y me siento satisfecho; la manada crece fuerte y sana.
«¿Preparo café?». «Dale», le contesto. Y mientras ella se dirige a la cocina yo voy a buscar la bandeja de carne que ha quedado debajo de una de las camas.
2 comentarios en «Cazar para la manada»
Reamente lograste hacerme sentir identificado con este texto.
Felicitaciones!
Ahora entiendo por qué siento esas miradas de envidia absoluta de parte de mis amigas cada vez que, inocentemente (hasta ahora; prometo no hacerlo más ahora que estoy a sabiendas… onceavo mandamiento: no provocarás) comento que de las cosas más lindas que tiene el haber terminado de criar hijos y estar viviendo cuasi sola es no tener que ir al supermercado… Sí, es una cacería, y me tenía cansada!