Esmeralda

Camino del IncaUn resplandor tan brillante como fugaz invade de pronto el habitáculo. Las ondas sonoras, mucho más perezosas que la luz, llegan dos segundos después haciendo vibrar la luneta trasera. El espejo retrovisor me devuelve la imagen de una masa gaseosa grotesca que se reagrupa y cobra vida con más fuerza. Los cumulus nimbus crecen en tamaño y densidad, virando a un color gris plomo profundo alterado cada tanto por un resplandor esporádico; sucesivas explosiones tienen lugar en su interior. Miro por segunda vez el espejo en el momento justo en que la energía acumulada se libera uniendo el cielo y la tierra con un hilo incandescente. En un acto reflejo cierro los ojos; la inusual intensidad del rayo deja grabada en mi retina una instantánea del recorrido irregular del haz de luz.

Quince minutos antes, mientras cargaba nafta en la estación de servicio de Uspallata, miraba el cielo con preocupación. Tenía por delante más de cien kilómetros de viaje y no me seducía recorrerlos en medio de una tormenta. Entré en el bar casi corriendo para protegerme del aguacero que se descargó sin demasiados preámbulos y esperé detrás del vidrio, mirando la cortina de agua que caía sobre la camioneta. Paró de llover tan inesperadamente como había empezado y el sol empezó a asomarse entre los nubarrones que deponían lentamente su actitud amenazante.

A punto se subir a la camioneta una mano se apoyó en mi hombro con firmeza. “Usted tiene algo que me pertenece”. El hombre, de unos setenta años, me miraba con unos ojos muy oscuros, muy profundos. Intenté en vano explicarle que yo no tenía nada que pudiera interesarle, y mucho menos que le perteneciera. Salí de la estación de servicio con la mirada fija en el camino y pronto me olvidé de él.

Intento ganarle a la tormenta que vuelve a formarse. De no tratarse de un simple fenómeno meteorológico juraría que estoy siendo acechado por una bestia salvaje. Me obligo a mantener la vista en el camino a pesar de la molestia que me produce la imagen persistente del rayo. Un trueno inusualmente fuerte me confirma que estoy siendo literalmente devorado por la tormenta. Empieza a descargarse un violento aguacero que produce sobre la chapa de la camioneta un ruido ametrallador. Decido parar a un costado del camino, pero de pronto otro rayo estalla frente a mis ojos. La intensa luz apenas me permite distinguir la figura humana que está parada justo en el medio de la ruta. Giro el volante y me cruzo a la mano contraria para esquivarlo; el pavimento mojado me hace perder el control por completo. A través del parabrisas veo con claridad la enorme roca contra la que inevitablemente voy a impactar. Es curioso: no intento frenar, solo me pregunto si el cinturón de seguridad va a servir de algo.

Para cuando despierto el aguacero se ha debilitado. No abro los ojos enseguida, pero sé que todavía estoy sentado, erguido y sostenido por el cinturón que sí sirvió. También noto que el motor se ha apagado. Ante la ausencia de dolor me animo a mover las piernas y los brazos. Ajusto el espejo retrovisor para mirarme la cara. Ni un rasguño. Entonces me desabrocho el cinturón, abro la puerta y bajo. En el tiempo que me lleva ponerme la campera la lluvia helada me empapa la cabeza y tiemblo involuntariamente. Corro hasta la parte trasera de la camioneta y, entrecerrando los ojos, recorro la zona. No alcanzo a ver nada. Camino diez o tal vez quince metros en dirección a la ruta. Avanzo diez metros más, pero mis pies siguen pisando terreno pedregoso. Entonces paso de preguntarme dónde está la persona a preguntarme dónde está la ruta. No es posible que, en la maniobra, me haya alejado tanto. ¿O quizás sí? Camino más de doscientos metros sin encontrarla. A medida que me alejo de la camioneta la tormenta empeora.

Está atardeciendo, la temperatura baja rápidamente y la calefacción depende de un motor que se niega a funcionar. Entiendo que estoy en un serio problema y, sin señal, el teléfono celular no será parte de la solución. La tormenta se debilita al punto de convertirse en una tenue llovizna; los truenos dan lugar al silencio absoluto. La aguja roja recorre el dial de punta a punta sin captar ni una sola emisora de radio. Estoy preocupado. Cierro los ojos por un momento y mi retina, una vez más, devuelve la imagen del rayo. Al abrirlos me sobresalto: esa imagen se superpone con una precisión asombrosa sobre una grieta en la roca. Me bajo y camino hasta el frente de la camioneta. Por la fuerza del golpe, el paragolpes está hundido en el centro formando un ángulo justo en el punto donde impactó con la roca. En ese mismo punto nace la grieta sobre la pared. La parrilla está destrozada y seguramente hay daños en el radiador y el motor. Acerco la mano a la grieta; está tan caliente que casi me quema los dedos.

Perdido e incomunicado, decido agarrar mi bolso (en el que llevo mi computadora portátil, una muda de ropa y una chuchería de cerámica comprada en Puente del Inca) y caminar. Antes de cerrar la puerta saco la linterna de la guantera y la guardo en el bolsillo. Parado detrás de la camioneta trato de calcular el trayecto recorrido desde el momento de la brusca maniobra. Empiezo a caminar, pero a medida que me alejo la lluvia vuelve a descargarse con fuerza obligándome a volver sobre mis pasos.

Decido entonces rodear la enorme roca y caminar en la dirección opuesta, internándome en la montaña con la esperanza de encontrar algún puestero que me pueda auxiliar. Avanzo con el bolso al hombro, la correa cruzada por sobre mi cabeza para soportar mejor el peso. La intensidad de la lluvia disminuye hasta detenerse por completo y aparecen los primeros rayos de sol. Sigo caminando en dirección a lo que parece ser una pirca. Tras una hora de caminata —resultó estar más lejos de lo que suponía— distingo los primeros movimientos. Figuras irreconocibles primero, pronto toman forma de animales pastando. Sobre la pirca, sentado, un hombre que recién se incorpora cuando llego a estar casi a su lado. Lo saludo con una inclinación de la cabeza, y sin esperar respuesta le explico mi problema. El hombre no me responde pero hace un ademán para que lo siga. Caminamos unos ciento cincuenta metros y, a la vuelta de un peñasco, veo su precaria vivienda. Entramos —yo detrás de él— y para mi sorpresa, en la pequeña construcción hay tres personas más. Una mujer que muele granos en un mortero y dos chicos que salen corriendo, pasando casi entre nuestras piernas. El hombre se sienta en el piso sobre una manta de lana y me invita —siempre con ademanes— a hacer lo mismo. La mujer dice algo en una lengua para mí incomprensible y el hombre asiente. Estira la mano, toma dos vasijas y me ofrece una. Por cortesía bebo un sorbo y me sorprendo degustando una exquisita bebida alcohólica. Los chicos —a los que cada tanto veo pasar frente a la puerta— se corren alternadamente el uno al otro portando varas que ofician de espadas. Ya casi anochece cuando en respuesta a un grito de la mujer los pequeños entran como una tromba. Tiran las varas en un rincón y al caer producen un fuerte ruido metálico. En la penumbra creo reconocer junto a las varas un par de cascos similares a los utilizados por los conquistadores españoles del Siglo XVI.

Al volverme veo al hombre señalando mi bolso. Lo abro y, para mi sorpresa, su interés se centra en la figura de cerámica. La agarro para mostrársela pero increíblemente no logro soportar su peso y cae al piso partiéndose en pedazos. La mujer y los chicos giran sus cabezas y me miran por un segundo para, inmediatamente, continuar cada uno con lo suyo. Entre los fragmentos se destaca una piedra de una belleza singular. Quiero levantarla pero me es imposible siquiera moverla. Entonces veo al hombre tomar una vara y dibujar en el piso de tierra una línea irregular cuyo origen es la piedra. La noche ya casi está instalada y se dificulta la visión; saco de mi bolsillo la linterna e ilumino el piso. El haz de luz despierta en mi retina la imagen del rayo con una fuerza inusitada. Nuevamente la imagen se superpone con exactitud milimétrica, esta vez sobre la línea dibujada por el hombre en el piso. La piedra vira a un color verde incandescente que me obliga a cerrar los ojos. Un dolor lacerante invade el nervio óptico hasta dejarme inconsciente.

Me despierta el golpe del aguacero sobre la chapa. Noto que estoy sentado, erguido. Abro los ojos y me descubro en la camioneta. Muevo el espejo retrovisor y me miro: tengo los ojos hinchados. Intento bajarme, pero el cinturón de seguridad me retiene. Lo desabrocho, abro la puerta y bajo de un salto. La campera no impide que la lluvia helada me empape la cabeza en un segundo, haciéndome temblar involuntariamente. Camino hacia la parte trasera de la camioneta y me detengo justo antes de pisar la cinta asfáltica. Un camión pasa frente a mí esparciendo agua barrosa. Vuelvo para revisar el frente de la camioneta y lo encuentro intacto. El tronco de un árbol cuyo diámetro es escasamente superior al de mi brazo separa el paragolpes de la pared de roca. Me subo, giro la llave, e increíblemente el motor se pone en marcha.

Llego a Potrerillos sin rastros de lluvia. Estaciono y entro en un almacén para comprar alguna bebida. Mientras espero a ser atendido me distraigo mirando un cuadro; está colgado en la pared detrás del mostrador y no alcanzo a verlo en detalle, pero parece ser la reproducción de un mapa. Uno de los empleados lo descuelga y lo apoya sobre el mostrador, justo frente a mí. «Así no tiene que estirar tanto el cogote», me dice con complicidad. Quedo paralizado ante lo que veo: el derrotero de un camino que nace muy al norte, fuera del mapa, y llega hasta la región del Gran Mendoza. El trazado es idéntico al del rayo que, aunque ya casi imperceptible, todavía marca mi retina. «¿Qué es esto?», le pregunto al empleado que ya se acercaba para atenderme. «El Camino del Inca». Su respuesta rescata de mi memoria imágenes confusas. «Se dice que cuando Pizarro invadió al pueblo inca, Atahualpa escondió una esmeralda que le pertenecía antes de ser ejecutado en 1533». El empleado devuelve el cuadro a su lugar, se acerca a mí sobre el mostrador y, en tono confidente, agrega: «También se dice que la esmeralda está escondida por estos pagos. Pero son puras macanas».

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