La corriente de aire tibio en la cara le dio la certeza de estar en territorio conocido. Sabía perfectamente que esa columna invisible que se desplazaba de izquierda a derecha era empujada por la formación como el émbolo empuja el contenido de la jeringa. También sabía que solo él sabía que en cuestión de segundos aparecería por el túnel el primer vagón arrastrando tras de sí a cientos de pasajeros comprimidos.
Entrar es otra cuestión. Sabe que la puerta está ahí, pero la información que le brinda su bastón se contamina con los movimientos bruscos y golpes propinados por las piernas de «la gente». Así les dice. «La gente». Los que están apurados. Los que ya dejaron pasar uno y en este van a subir sí o sí. Los que vieron que la chica se está levantando y están decididos a ocupar ese asiento cueste lo que cueste. Y los que lo dejan pasar. A él. Al cieguito. Al que ven todos los días. Al que recorre el pasillo murmurando bajito sin que nadie sepa qué dice exactamente. Al cieguito que ahora avanza con su jarrito de aluminio esperando sentir el tintineo de alguna moneda para intercalar un balbuceo ininteligible.
Eso es lo que «la gente» cree. Eso es lo que todos creen. Pero nada está más lejos de ser verdad. Al cieguito poco le importan las monedas. Ese jarrito marcado por el tiempo es para él una herramienta. Un instrumento para que ellos, «la gente», puedan de vez en cuando practicar la solidaridad. Los hace sentirse bien.
Mientras tanto, el cieguito recorre lentamente el vagón como si estuviera en un gimnasio. Se entrena. Se entrena y disfruta del entrenamiento. Hace ya muchos años que descubrió esa facilidad para revolver en la memoria. Y cuando la descubrió le gustó. Y como le gustó, la entrena. Un bibliotecario, así se define. Una vez dentro del vagón, utiliza los primeros segundos para ordenar los sonidos y clasificarlos en estanterías infinitas. Cada sonido, cada combinación tiene un lugar. Y él lo conoce. Y lo reconoce.
A mitad del vagón se detiene. Una moneda de veinticinco golpea contra el aluminio, pero eso no desvía su atención del sonido que verdaderamente le interesa. Hace un esfuerzo y busca. Busca en las estanterías. Allá. Arriba, está seguro de haberlo guardado allá arriba. Y entonces lo encuentra. Ese sonido está exactamente donde él lo había dejado.
No hay dos páginas en el mundo que hagan el mismo ruido a voltearse. No importa quién lo haga. No importa el lector. Es el papel, la tinta, quizás el contenido. No hay dos en el mundo.
El cieguito se pone nuevamente en movimiento. Recorre el pasillo murmurando bajito sin que nadie sepa qué dice exactamente. Porque nadie entiende al cieguito que balbucea el título del libro que está leyendo el pasajero sentado a su derecha.