Me fui de Rosario hace 25 años, pero hay ciertas costumbres que mantengo inalteradas. Y una de ellas es caminar. Me gusta caminar, y me gusta caminar Rosario. Hasta que me fui —corría 1986— trabajé en una oficina céntrica en Urquiza entre Sarmiento y San Martín, y con frecuencia optaba por ir o volver caminando. Vivía por aquel entonces en San Luis y Rodríguez.
El recorrido era siempre el mismo; por la mañana, Rodríguez hasta Córdoba, por Córdoba hasta Sarmiento y finalmente doblaba por Sarmiento a la izquierda hasta Urquiza. El regreso era por las mismas calles.
Con aquellos recorridos matinales fui anexando algunas rutinas. La primera, una inevitable mirada furtiva al interior de LT8. Allí nació mi madre y esa fue la casa de su infancia (aunque poco queda de la construcción original).
La breve espera para cruzar Corrientes me encontraba siempre mirando el llamativo cartel de “AVGVSTVS”. Cuando un niño empieza a leer intenta leerlo todo. Absolutamente todo. Lo viví con mis hijos. Ya sea que saliéramos caminando o en auto, no había cartel en la vía pública que se salvara de ser leído. El día que haga terapia —si es que ese día finalmente llega— tendré que sacar a la luz vaya uno a saber qué trauma ocasionado en mi más tierna infancia por el cartel sin vocales de la confitería de Corrientes y Córdoba. No recuerdo los nombres de ninguna de las maestras que tuve hasta séptimo grado. Sin embargo (y aquí deben vincularse el cartel y el trauma), no puedo olvidar a quien me dio las herramientas para empezar a leer: la señorita Rina, maestra de primer grado de la escuela Mariano Moreno.
La vidriera de la “Librería Ross” siempre fue una escala ineludible, pero solo entraba a la vuelta, cuando el tiempo ya no era un condicionante y podía recorrer las mesas sin apuro.
En ciertas ocasiones alteraba levemente mi recorrido. Al llegar a la esquina de Sarmiento miraba el reloj y decidía gastar esos diez o quince minutos de ventaja tomando un café que solo se podía saborear allí, en la barra de mármol del “Café Sorocabana”.
Alrededor de las seis y media de la tarde emprendía el regreso. La esquina de Sarmiento y Santa Fe era una tentación a la que cedía con demasiada frecuencia; una lágrima sentado cerca del ventanal y, con algo de suerte, la presencia de los galanes en aquéllas mesas más alejadas de lo que yo hubiera deseado.
El bar “Panambí” solía congregar una buena cantidad de gente en las tardes de verano. Tomarse un “carioca” o salir saboreando un “candy” era casi un mandato antes de dejar atrás la peatonal y caminar por Córdoba en dirección a Oroño.
Son las once de la mañana. Apuro la lágrima, salgo de “El Cairo” (renovado y con dolorosas ausencias) y camino por Sarmiento hasta la peatonal. Del viejo “Café Sorocabana” solo queda el inmenso cartel vertical. Tampoco está “La Favorita”, la mítica megatienda de los hermanos García. Pero al cruzar Entre Ríos veo el cartel de Ross recordándome su presencia en la ciudad “desde 1937”. Entro y después de algunos minutos sigo mi camino con un ejemplar de “Carta al padre” de Franz Kafka bajo el brazo. Unos metros más adelante trato de recordar el lugar exacto donde solía estar el bar “Panambí”.
Mientras espero que el semáforo me habilite a cruzar miro a los automovilistas que avanzan por Paraguay y algo me llama la atención. Durante el tiempo que estoy parado en esa esquina, no veo que ninguno de ellos use el cinturón de seguridad. Ninguno. Tampoco lo tienen puesto quienes esperan la luz verde sobre Córdoba. En esa misma esquina hay una caseta de la policía provincial con dos policías, un hombre y una mujer; no le prestan la menor atención al tránsito. En todo el recorrido por Córdoba hasta Pueyrredón cuento dos (sí, solo dos) automovilistas con el cinturón de seguridad colocado y ni un solo motociclista con casco.
La Dirección General de Tránsito de la ciudad de Rosario enuncia como misión “…promover el uso responsable de la vía pública”, mencionando entre los ejes de trabajo la “…prevención accidentológica: acción directa sobre los factores que componen un accidente y sus consecuencias”. Sin embargo, el reconocido HECA (Hospital de Emergencias Dr. Clemente Álvarez) recibe más de 3.000 heridos al año por accidentes de tránsito con diferentes grados de lesión. Esos diferentes grados de lesión son, en la mayoría de los casos, directamente proporcionales al costo de la atención y tratamientos requeridos.
A lo largo de mi vida he asistido a la implementación de una infinidad de campañas de prevención de accidentes y promoción de la seguridad vial. Desde que los índices de mortalidad pasaron a ser noticia y la República Argentina ostenta con orgullo un lugar de privilegio entre los países con mayor cantidad de muertes por accidentes viales (8.000 personas mueren por año), los gobiernos de turno pergeñan todo tipo de acciones. Y todas erradas. Basta un botón como ejemplo: el flamante “Operativo Sol 2012” fue incapaz de impedir la más inútil de las muertes en el primer día de enero de 2012. Muerte que —también debo decirlo— contó con ayuda adicional: la falta de uso del cinturón de seguridad.
Las campañas de prevención se equivocan desde el mensaje. Pretendiendo un interés genuino por la vida y el bienestar de los ciudadanos, intentan con dudosa eficacia despertar la sensibilidad de los conductores disparando eslóganes de diverso calibre, desde el patético “No corras papi, te esperamos” hasta el experimento doctrinal “Más vale perder un minuto en la vida que la vida en un minuto”, digno candidato a aforismo de Narosky.
Los costos derivados de la atención de un accidente en la vía pública (comunicaciones, ambulancias, combustible, personal de apoyo, paramédicos, médicos de emergencias, medicamentos, materiales descartables, servicios de internación, infraestructura, quirófanos, equipos y estudios de alta complejidad, etc., etc., etc.) son afrontados con el presupuesto público. Sí, ese presupuesto que se construye con el aporte de los ciudadanos a través de los impuestos. Con el aporte de todos, incluido el mío. Alguien me dijo una vez que el Estado no podía obligarlo a usar el casco; lo consideraba una intromisión en su vida privada. “Si me parto la cabeza es mi problema” dijo. Una forma tan respetable como sesgada de encarar el asunto. De acuerdo, si te matás es tu problema. Tu vida me importa poco, pero me opongo a pagar de mi bolsillo los costos derivados de tu propia estupidez.
Entonces, con las libertades individuales como estandarte (principios inculcados durante décadas por las series norteamericanas), sugiero que las acciones de prevención tengan un enfoque sensiblemente diferente; entendamos que el problema aquí no es humanitario sino presupuestario.
Estoy seguro de que campañas del tenor de “No ensucie la vía pública, use casco” serán más efectivas, acompañadas de anuncios en hospitales y salas de emergencias: “No insista, si no usaba cinturón de seguridad lo dejaremos morir”.
Al llegar a Pueyrredón doblo a la derecha y camino las dos cuadras hasta San Lorenzo. Ya no miro automovilistas. Miro las casas, la gente, las copas verdes de los árboles. Y llego a la misma conclusión a la que llegué hace 25 años: caminar por Rosario me gusta.
9 comentarios en «Tu vida me importa poco»
Persiste el buen articulo que tienes con tu web. felicitaciones!
¡Gracias!
Muy valido la aclaracion, Deberian haber mas paginas como esta. La voy a sugerir!
¡Gracias Jerri por tus comentarios!
Como descriptivo, muy bueno. Sólo falta, para mí, el incentivo que lleve a la gente a preocuparse por los demás. Saber que no está solo en el mundo.
Enrique, te agradezco el comentario. ¿Cuál creés que debe ser ese incentivo?
Espero que no dejes de producir inforacion en esta pagina. Muchos exitos
Supongo que seguiré produciendo… ¡Gracias!
Muy buena descripción.
Cómo todas las que he leído hasta el momento.
Saludos!