Los invertebrados de siempre

CiempiésFaltando menos de veinticuatro horas para el examen ubiqué el tablero frente a la ventana y me preparé para pasar la noche despierto. Empecé el primer trazo con la pluma Rotring de .5 mm., manteniendo el pulso firme y ejerciendo la presión justa para obtener una línea pura y limpia. Por la calle Córdoba la gente caminaba en una única dirección. Sin estridencias, sin gritos, sin olvidar que hasta no hace mucho —o todavía— caminar por la calle en grupos a esa hora ponía nervioso a cualquiera. Había que levantar la escuadra con mucho cuidado; el más insignificante resto de tinta adherido por efecto de la capilaridad obligaría a descartar la lámina y empezar todo de nuevo. Se estimaba que en el Monumento a la Bandera se concentraría una cantidad de gente similar a la que había convocado el candidato del peronismo. Según medios locales, Ítalo Argentino Luder había reunido alrededor de sesenta mil personas. Tenía la costumbre de marcar las cotas y agregar los rótulos al final, con el dibujo terminado, haciendo con lápiz dos trazos paralelos muy suaves que me servirían de guía y que después borraría con cuidado cuando todo estuviese bien seco. Lo que al principio eran grupos más o menos numerosos se fue convirtiendo —visto desde mi ventana— en un verdadero camino de hormigas que avanzaba hacia el río. Me había preparado durante casi un año para ese día. Era mi primer examen final en la facultad y llegaba con un importante bagaje de borradores arruinados, trabajos prácticos rehechos y lápices consumidos. Por eso lo hice. Por la repentina intuición de estar ante un hecho histórico. Cuando llegué al Monumento me sentía extrañamente eufórico. Lo recuerdo bien porque no creo haber sentido lo mismo otra vez. Igual me palpé el bolsillo trasero del pantalón para asegurarme de que tenía los documentos.

Las flechas en el afiche amarillo que cuelga a un lado del pizarrón apuntan a insectos, arácnidos, crustáceos y miriápodos. Son trazos a mano alzada, no demasiado prolijos, que conectan el término «artrópodos» con dibujos de animales que representan a cada una de las clasificaciones. Lo primero que capta mi atención apenas entro al aula de 4° grado es el dibujo del ciempiés. Tiene ojos enormes y luminosos logrados a fuerza de plasticola y abundante brillantina plateada y azul. Escamas de papel de borde irregular recortadas de hojas de revistas le cubren todo el cuerpo, y sus patitas son hebras de lana pegadas cada una por una de sus puntas; que haya exactamente cincuenta lanitas a cada lado me arranca una sonrisa. En el centro del aula las mesas están ubicadas formando un semicírculo. Sobre cada una hay dos o tres pilas de boletas. Empiezo por un extremo, leo cada nombre y miro cada foto. Estimo cuarenta años o más de diferencia entre el candidato más joven y el más viejo. Pienso en la señorita explicándoles a sus alumnos la razón por la que el lunes no habrá actividad escolar. La imagino hablándoles de la democracia, de los representantes del pueblo en el Congreso y de lo valioso que es poder elegirlos, y también imagino las caras de esos chicos, orgullosos de prestar su aula para algo tan importante para la Patria. Todavía con el sobre en la mano vuelvo a mirar y ahí están, en cada boleta, con sus nombres y sus caras sonrientes. Ahí está el más joven, que nació y vive en un país regido por una Constitución que establece una forma de gobierno representativa, republicana y federal. Y ahí está el más viejo, el que vio y vivió las violaciones más atroces a esa misma Constitución.

Salí de mi primer examen en la facultad con las manos vacías. La carpeta con mis dibujos quedó retenida a cambio de un 10 en mi flamante libreta universitaria. El diario mostraba fotos del Monumento realmente impactantes. Se hablaba de más de quinientas mil personas. Ese domingo, a los 22 años, voté por primera vez. Horas antes se había levantado el estado de sitio más largo de la historia de nuestro país.

Pasaron 30 años y no me da pudor confesar que me emociona. Me emocionan el aula, el sobre cayendo dentro de la urna, el presidente de mesa devolviéndome el documento. Quizás por eso, 30 años después, saliendo de la escuela, tuve ganas de escribir esto en Twitter:

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