Cuando de compartir se trata

SylvapenEmpezar este texto diciendo que recuerdo algo de mi época de jardín de infantes sería faltar a la verdad. El que avisa no traiciona, así que ya saben. Mi vida de nene se desarrolla de una manera fantástica hasta ese terrible día en el que mamá mete un vaso de plástico, una servilleta bordada con frutillitas y un paquete de galletitas Manón en una mochila multicolor con la imagen de un oso, me la cuelga en la espalda y me lleva por primera vez a ese lugar que llaman «el jardín». Un lugar en el que nos recibe una señora vestida como si fuera una nena gigante. Ese lugar en el que voy a encontrar «un montón de amiguitos» que nunca pedí. Nunca. Me basta con ella. Y con «mis» juguetes. Pero a pesar de los llantos, gritos y patadas acertadas al aire, todo parece indicar que el asunto no es negociable. «Dejeló y vayasé», le dice a mi mamá la señora vestida de nena. Mi mamá se va llorando y yo me quedo llorando. No entiendo dónde está el negocio.

Continuar este texto afirmando que recuerdo mis años de la escuela primaria también sería, en parte, faltar a la verdad. En eso estamos. En esa época empezamos a experimentar nuestras primeras amistades, que tienen más que ver con la proximidad del banco que con la afinidad. Son amistades cuya forma es tan estable como la de una ameba. Sin embargo, durante la escuela primaria empezamos a entender un poco más eso del «montón de amiguitos» y terminamos armando nuestro montoncito. Esto es importante porque determina a quién le vamos a prestar la cajita de fibras Sylvapen y a quién no.

Para los de nuestra generación —sí, la tuya, la mía, la nuestra— ese montoncito se va reduciendo de manera progresiva hasta —en algunos casos— casi desaparecer. En realidad se iba reduciendo, porque aparecieron las redes sociales para barajar y dar de nuevo. Facebook, por ejemplo, hoy les permite a tipos como yo tener —sin contar al trapito de la cuadra— trescientos sesenta y ocho amigos, y a nenes como Justin Bieber superar los treinta y dos millones.

Este presente con redes sociales me plantea un serio conflicto con la cajita de Sylvapen, a punto tal que necesito conversarlo con mi psiquiatra (el mismo con el que estoy tratando mi severa dependencia del hashtag #SubteLee).

—Hay que repensar ciertas definiciones —me dice entrecerrando los ojos y tocándose la barbilla—. Para empezar, si hablamos de «compartir» olvídese de la cajita de Sylvapen. Usted debe entender que no puede compartirla con trescientos sesenta y ocho amigos.

—¿La seño me enseñó a compartir y ahora usted me dice que no debo hacerlo?

—Yo no dije eso.

—¿No dijo qué?

—Eso.

—Pero necesito compartir. Es lo que me han enseñado y es lo que he aprendido. Compartir me permite relacionarme con el otro, sentir que existo porque existe el otro. Compartir me confirma como un ser social.

—Usted lo ha dicho.

—¿He dicho qué?

—»Un ser social». Esa es la llave.

—¿Qué llave?

—Esa, la que está sobre la mesita. ¿Me la alcanza por favor?

—¿Podemos volver a mi tema? —le suplico mientras me estiro para darle la llave. Mi psiquiatra la inserta en el cajón del escritorio, le da dos vueltas en sentido horario y después la guarda en el bolsillo de la camisa.

—Un ser social —retoma— es un ser que se relaciona y comparte. Las nuevas generaciones han elevado este concepto al infinito gracias, justamente, a las llamadas «redes sociales». Un ser social hoy es, además, un ser virtual que comparte ya no objetos materiales sino valores virtuales.

—¿Entonces sí debo seguir compartiendo? —le pregunto con los ojos húmedos.

—¡Claro que sí! Pero olvídese de las Sylvapen. Conviértase en un ser social virtual y comparta. Comparta todo lo que crea que le puede ser de utilidad o interés a sus amigos. Si algo le gusta no diga que le gusta. Nadie anda por la vida diciendo que le gusta cada cosa que le gusta. Si algo le gusta, compártalo. Esa es la llave.

—¿Usted está queriendo decir que, por ejemplo, si a alguien le gusta esta historia debería compartirla en vez de decir que le gusta? —le pregunto mientras miro la superficie vacía de la mesita.

—No, no estoy queriendo decirlo. Lo estoy diciendo. ¿Usted se siente bien?

—Pero seguramente habrá quienes solo digan que les gusta pero no lo compartan.

—No se preocupe, a esos me los manda para acá que yo me ocupo.

La última frase de mi psiquiatra coincide con el sonido del timbre que indica el fin del horario de visita. Mientras camino hacia la salida veo a dos enfermeros escoltarlo de regreso a su pabellón tomándolo de los brazos. Aunque ya no me ve, levanto la mano para saludarlo antes de que se cierre la puerta.

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