El bar «El Cairo» tiene eso. La gente llega, se sienta y conversa como si el resto no existiera. Más aún, conversa como si el resto de las mesas estuviera ocupado por gente conocida. Lo más probable es que no lo sea, que solo se conozcan las caras a fuerza de hábito. Y entonces pasan cosas como que un señor (cuya cara me resulta familiar pero que no conozco) se siente en la mesa de al lado, me salude con un «hola» y me pida que le enchufe el cable de la notebook. Porque, como cada vez que vengo, estoy sentado en la última mesa contra el ventanal sobre la calle Sarmiento, donde están los enchufes.
No ocupo esta mesa solo por los enchufes. Cada tanto desvío la vista de la pantalla y miro hacia afuera. Me gusta lo que el ventanal me ofrece: gente caminando a un ritmo que me resulta terapéutico. El edificio que descansa sobre las oficinas de la Dirección General de Rentas con sus balcones personalizados con plantas, bicicletas y ropa tendida. El quiosco de diarios de la esquina de Sarmiento y Santa Fe, donde cada transacción parece ser una negociación en el foro de las Naciones Unidas.
Esta ciudad todavía tiene tiempo.
En una mesa cercana se sienta una mujer, hace una llamada con su teléfono celular y avisa: «Yo ya estoy». Cinco minutos después las tres amigas intercambian besos, deseos de felicidad eterna y chimentos.
—Al final la pasamos con la Negra.
—Agustín la pasó con la madre, ¿viste? Con Jorge le toca en Año Nuevo.
—Sí, la pasamos bien, qué se yo. A ver, Marta, ¿a vos te parece?
—Pero vos le tenés que decir, Estela, no seas tonta. Decile, así para Año Nuevo no hace lo mismo.
El mozo interrumpe la superposición de frases con tres desayunos completos: dos cafés con leche con medialunas saladas (en Rosario son así, saladas) y un té con tostadas. Con los sobrecitos de edulcorante partidos sobre la mesa se reanuda la sesión.
—¿Podés creer lo que hizo la pelotuda de Sandra? Lo arruinó. Qué noche de mierda pasamos.
—No te puedo creer. ¿Y por qué no lo hiciste vos?
—Yo te dije. ¿Te lo dije o no te lo dije, Marta?
—A Jorge no le importa, viste cómo son los hombres, pero yo no puedo. No podés dejar pasar una cosa así.
—Pero claro, si no tocó un cuchillo en su vida.
—Me quedé mirando la llamita de la vela del centro de mesa hasta que se consumió. La cara de culo que tengo en la foto no se puede creer.
—Dice que lo hizo por la presión del marido. ¡Pero si es un tarado!
El teléfono tuvo que insistir varios minutos hasta que Estela lo agarró con desgano y tocó la pantalla. El silencio se hizo gelatina ante los monosílabos que la mujer le contestaba al aparato. La servilleta de papel con la que se secaba la comisura de los labios empezaba a confundirse peligrosamente con la tonalidad de la cara. Cortó.
—Qué pasó, Estelita.
—…
—¡Hablá!
—El marido…
—¿Qué marido? ¡Hablá, boluda!
—El marido de Sandrita. Se murió.
—¿Qué?
—La presión. Parece que le dio un infarto.
—Ay, pobre Sandrita.
—Sí, pobrecita. Vivía para él. Le estaba siempre encima por sus problemas de presión, no hagas esto, cuidado con lo otro, tomá la pastilla.
—Por eso hizo el vitel toné sin sal. Mi suegra le criticó el vitel toné, pero lo hizo así para él. Lo cuidaba en todo.
—Sí, pero el boludo se mandó medio pollo a la sal y el vitel toné ni lo tocó.
—Es que sin sal el vitel toné es un crimen.
—Pobre Sandrita.