El rally Dakar

 

Rally DakarViajando en nuestras últimas vacaciones de Rosario a Córdoba, nos cruzamos con los participantes del Rally Dakar Argentina Chile 2011 que hacían el mismo trayecto en sentido contrario. Mientras los chicos miraban y hacían comentarios sobre los impresionantes vehículos que pasaban junto a nosotros en una caravana interminable, yo tuve un déjà vu.

El Rally Dakar 2010 pudo haber sido un fracaso

De ninguna manera me considero un tipo sin suerte, pero todo tiene un límite. La tarde del 29 de diciembre de 2009 llegué a Villa Carlos Paz acompañado de mi esposa y de mis hijos dos, tres y cuatro. Fue el comienzo de nuestras tan esperadas vacaciones de verano. Todo empezó esa misma mañana, cuando a primera hora me ocupé de ir hasta la estación de servicio para llenar el tanque de nafta y revisar la presión de los neumáticos, nivel de aceite y demás líquidos indispensables para un viaje sin sobresaltos. Ya con el vehículo en condiciones óptimas, me dispuse a cargar el equipaje. Una valija grande. Un bolso grande. No, dos. No, tres y uno mediano. La mochila gigante de mi hija mayor, la número dos. La raqueta de tenis de mi hijo, el número tres. Y el tubo de pelotitas, claro. Porque a él le gusta jugar al tenis. Pero mucho más le gusta jugar al fútbol, así que también viaja la número cinco. A un costado del baúl, junto a las balizas triangulares reglamentarias, logro poner el bolso con los flamantes roller de Barbie en tamaño real que recibió mi hija para Navidad. No la mayor, sino la menor, la número cuatro. Cuando ya no quedaba intersticio por ocupar, cuando ya había agotado mi capacidad para combinar figuras geométricas en mi afán por llevar todo en el baúl —para viajar más cómodos—, apareció mi esposa con un bolso negro que, desde mi subjetivo punto de vista, debía albergar como mínimo a dos polizones somalíes. ¿Qué más podemos necesitar que justifique llevar semejante bolso? Protectores solares para antes, protectores solares para después, bronceadores de zanahoria, cremas hidratantes, lociones de coco, geles. Para mí estábamos caminando peligrosamente al borde del contrabando. “Es chiquito, tiene que entrar”, fue el comentario objetivo de ella. Su sonrisa siempre me pudo. La pelota, la número cinco, viajó entre las piernas del número tres, que no tuvo derecho a réplica.

Durante el viaje empezamos a tejer toda clase de ideas respecto de los días que se avecinaban. Solo estaríamos cinco días, de modo que las tardes en la pileta del camping competirían con las actividades náuticas en el lago, o la diversión en su máxima expresión de la mano del tobogán acuático. Las primeras gotas en el parabrisas provocaron una reacción inmediata. Nuestras cabezas se movían en todas direcciones escudriñando el cielo con preocupación. A medida que el pavimento se fue mojando, el camión que nos precedía comenzó a arrojar una fina cortina de agua barrosa. Accionar el lava parabrisas solo me sirvió para confirmar que en la estación de servicio habían olvidado revisar uno de los líquidos indispensables para un viaje sin sobresaltos. A pocos kilómetros de llegar, un diluvio declarado nos hizo pensar seriamente en la necesidad de destejer y tejer de nuevo.

La idea de pasar la noche de Año Nuevo en Villa Carlos Paz nos seducía, sobre todo después de enterarnos de que a la vera del lago tendría lugar un espectáculo de fuegos artificiales nunca visto en la historia de la ciudad, preludio de los festejos por el Bicentenario. La tarde del 31 de diciembre llamé a la oficina de turismo para confirmar hora y lugar. El evento se haría —según me informaron— en la costanera a las 0:30 horas. Estábamos muy cerca del lugar, de modo que nos daba tiempo suficiente para hacer antes el brindis de rigor. Ya entrados en el flamante 2010, a cuatro cuadras de la costanera y siendo las 0:20 horas, tuvimos la oportunidad de ver desde el auto y medio tapado por un edificio el último de los fuegos artificiales que ponía fin a un espectáculo que había comenzado a las 0:00 horas y que nos habíamos perdido en su totalidad.

Fiel a sus principios, la mañana del 3 de enero nos recibió con más lluvia. Comenzábamos la segunda fase de nuestras vacaciones, esta vez viajando hacia Santa Rosa de Calamuchita, donde nos quedaríamos al menos diez días.

La tarde anterior había terminado de masticar mi frustración y para la noche había sido perfectamente digerida. Es que el rally Dakar 2010 ya se estaba desarrollando en la provincia de Córdoba; el 2 de enero, mientras las fabulosas máquinas rugían por los caminos del Valle de Calamuchita, nosotros estábamos en el Valle de Punilla. Y el 3 de enero, día en que la etapa del rally continuaba en el Valle de Punilla, nosotros partíamos hacia el Valle de Calamuchita. Si esto no es una afrenta al sentido de la oportunidad, escucho ofertas.

Dejamos atrás la ciudad y, con la lluvia como telón de fondo, encaramos la autopista. El primer grito provino del asiento trasero, de la número dos. “¡Una moto del rally!”. Todos miramos hacia la mano contraria para ver pasar una tremenda moto cuyo conductor enarbolaba una bandera con los colores sudafricanos. “¡Un camión!”, fue el siguiente grito, esta vez del número tres, cuyas rodillas estaban llamativamente cerca de su mentón por tener los pies apoyados sobre la número cinco. La mole sobresalía entre los vehículos particulares que circulaban por la autopista. Siempre atenta a los detalles, mi mujer sacó de la cartera la cámara fotográfica, pero fue mi hija mayor, la número dos, la que por estar ubicada junto a la ventanilla izquierda asumió el rol de fotógrafa oficial. Nuestro mejor recuerdo de ese instante es una fotografía un poco borrosa de la parte trasera de un camión que formaba parte de la competencia —cosa que nosotros sabemos, juramos y defenderemos ante cualquier tribunal—, aunque bien podría ser un camión de mudanzas o de reparto de gaseosas. Autos, motos y camiones de diversos países se sucedían en un desfile interminable camino a Villa Carlos Paz, ciudad que nosotros, como dije, estábamos dejando atrás. Antes de que los vehículos terminaran de pasar, nosotros tomamos el desvío hacia el sur en dirección a Alta Gracia y los perdimos de vista.

Aunque el cielo seguía cubierto y de un color gris plomo, había dejado de llover. La número dos, el número tres y la número cuatro dormían con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, en tanto que mi mujer, esa santa, me cebaba mate. Con la velocidad con que suelen suceder las cosas, ya habíamos cambiado totalmente de sintonía. Fue, según recuerdo, uno de los momentos más relajados del viaje. Entre mate y mate disfrutamos del camino, de los paisajes serranos, y por sobre todas las cosas, del silencio.

Un cartel anunciaba una curva cerrada, por lo que aminoré considerablemente la marcha. A la salida de la curva se presentó una recta en ascenso, a la que inmediatamente siguió una curva en descenso, esta vez no tan cerrada. En esos caminos sinuosos, la vegetación oficiaba de marco para un cuadro de ensueño. Con ambas manos en el volante, haciendo cambios y regulando la potencia del motor, me imaginé por un momento en la piel de un corredor del Dakar. Fue al salir de la siguiente curva que mi mujer me alertó con un grito acerca del vehículo que estaba detenido sobre el camino. Logré esquivarlo con un movimiento rápido del volante y frené sobre la banquina, unos diez metros más adelante. Aunque veníamos muy despacio, pisé el freno bruscamente solo para darme el gusto de derrapar unos centímetros sobre el ripio. Todavía con las manos sobre el volante, miré a mi mujer durante unos segundos con expresión grave y después me bajé, liberándome antes del cinturón de seguridad. Caminé dos pasos y me detuve en seco. La imagen que se presentó ante mis ojos me dejó sin aliento. El vehículo que parecía detenido sobre la ruta no era otro que un Volkswagen Touareg, que se movía muy lentamente empujado por el piloto italiano Giancarlo Ittevilo y su navegante, del cual lamentablemente no puedo recordar el nombre. Todavía con el casco puesto y sin dejar de empujar, me pidió con tono amable que condujera el vehículo para sacarlo del camino. Sin dudarlo, me senté al volante del Volkswagen Touareg y —ni en sueños habría imaginado algo así— producto del destino participé del rally Dakar 2010 conduciendo esa poderosa máquina a casi dos kilómetros por hora por espacio de siete metros.

—¿Qué pasó? —me animé a preguntar.
—Una piedra desprendió el tapón del carter y perdimos todo el aceite. La competencia se terminó para nosotros.

Ver a ambos hombres abatidos, apoyados sobre el costado del vehículo con los brazos cruzados y la vista clavada en el suelo, me partió el alma. Me vi en la obligación de ayudarlos.

—¿Recuperaron el tapón? —pregunté con determinación.

Por toda respuesta, el piloto metió su mano en el bolsillo del pantalón y me mostró la pieza de metal. Corrí hasta mi auto y en menos de tres minutos estaba nuevamente parado frente a ellos con un gran bolso negro en mis manos.

—Suban al vehículo —les dije. Ambos levantaron la cabeza y me miraron incrédulos. Ante mi insistencia, ocuparon cada uno su lugar. Ajusté el tapón y abrí el capot. Cinco minutos después me acerqué a la ventanilla del piloto y le pedí que lo pusiera en marcha. El motor bramó al primer intento y los tres fijamos la vista en la aguja del indicador de la presión de aceite, que se mantenía inmóvil. “Se romperá el motor”, dijo el piloto mientras acercaba su mano al interruptor para apagarlo. “Un segundo más”, le supliqué. En ese momento, la aguja empezó a moverse tímidamente hasta detenerse en la zona verde del indicador. Los hombres se abrazaron con efusividad y, luego de regalarme un apretón de manos, partieron a toda velocidad.

El 4 de enero, ya instalados en Santa Rosa de Calamuchita, me dispuse a leer el diario mientras mi mujer se preparaba para disfrutar del primer día de sol de nuestras vacaciones. ¡¿Dónde está el bolso con los protectores solares, los bronceadores, las cremas, las lociones y los geles?!”. Su grito llegó desde el dormitorio en el mismo momento en que yo leía con una sonrisa el titular del suplemento deportivo: “El Volkswagen Touareg de Giancarlo Ittevilo lidera la etapa en tierras riojanas”.

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