Cuando de compartir se trata

SylvapenEmpezar este texto diciendo que recuerdo algo de mi época de jardín de infantes sería faltar a la verdad. El que avisa no traiciona, así que ya saben. Mi vida de nene se desarrolla de una manera fantástica hasta ese terrible día en el que mamá mete un vaso de plástico, una servilleta bordada con frutillitas y un paquete de galletitas Manón en una mochila multicolor con la imagen de un oso, me la cuelga en la espalda y me lleva por primera vez a ese lugar que llaman «el jardín». Un lugar en el que nos recibe una señora vestida como si fuera una nena gigante. Ese lugar en el que voy a encontrar «un montón de amiguitos» que nunca pedí. Nunca. Me basta con ella. Y con «mis» juguetes. Pero a pesar de los llantos, gritos y patadas acertadas al aire, todo parece indicar que el asunto no es negociable. «Dejeló y vayasé», le dice a mi mamá la señora vestida de nena. Mi mamá se va llorando y yo me quedo llorando. No entiendo dónde está el negocio. (más…)

Daewoo Nubira

Tenemos que separarnos

Daewoo NubiraLa decisión de cambiar el auto implica encarar dos actividades: recorrer concesionarias hasta encontrar el auto soñado (que no es otro que el que se puede comprar) y vender el usado. La primera es bastante menos tediosa que la segunda. Cuando yo era chico, para vender el usado bastaba con lavarlo muy bien, estacionarlo en la puerta, ponerle una lata en el techo y esperar a que te toquen el timbre. Pero hoy existe Internet y los sitios de venta en línea, que es como si la calle Florida pasara por el comedor de tu casa un martes al mediodía. Entonces lo lavé, le saqué una linda foto, y me metí de lleno en la publicación del aviso. «Sea original», recomendaba la página en cuestión. Lo vendí en menos de una semana.

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Ciempiés

Los invertebrados de siempre

CiempiésFaltando menos de veinticuatro horas para el examen ubiqué el tablero frente a la ventana y me preparé para pasar la noche despierto. Empecé el primer trazo con la pluma Rotring de .5 mm., manteniendo el pulso firme y ejerciendo la presión justa para obtener una línea pura y limpia. Por la calle Córdoba la gente caminaba en una única dirección. Sin estridencias, sin gritos, sin olvidar que hasta no hace mucho —o todavía— caminar por la calle en grupos a esa hora ponía nervioso a cualquiera. Había que levantar la escuadra con mucho cuidado; el más insignificante resto de tinta adherido por efecto de la capilaridad obligaría a descartar la lámina y empezar todo de nuevo. Se estimaba que en el Monumento a la Bandera se concentraría una cantidad de gente similar a la que había convocado el candidato del peronismo. Según medios locales, Ítalo Argentino Luder había reunido alrededor de sesenta mil personas. Tenía la costumbre de marcar las cotas y agregar los rótulos al final, con el dibujo terminado, haciendo con lápiz dos trazos paralelos muy suaves que me servirían de guía y que después borraría con cuidado cuando todo estuviese bien seco. Lo que al principio eran grupos más o menos numerosos se fue convirtiendo —visto desde mi ventana— en un verdadero camino de hormigas que avanzaba hacia el río. Me había preparado durante casi un año para ese día. Era mi primer examen final en la facultad y llegaba con un importante bagaje de borradores arruinados, trabajos prácticos rehechos y lápices consumidos. Por eso lo hice. Por la repentina intuición de estar ante un hecho histórico. Cuando llegué al Monumento me sentía extrañamente eufórico. Lo recuerdo bien porque no creo haber sentido lo mismo otra vez. Igual me palpé el bolsillo trasero del pantalón para asegurarme de que tenía los documentos. (más…)

Turistas

Bar. Envuelvo la taza con las manos mientras miro hacia afuera, hacia la calle. Junto a la vereda se estaciona el colectivo turístico de doble piso y abre la puerta. Empieza a subir un grupo de gente que no había visto antes. El calor todavía no llegó a Buenos Aires, una buena razón para quedarse en el piso cerrado en lugar de hacer el recorrido en el piso superior descubierto. La mayoría parece estar de acuerdo con mi razonamiento; de a poco se ocupan casi todos los asientos. Revuelvo el café una vez más y recorro el interior del bar. No hay casi nadie, a excepción de dos hombres en una mesa bastante alejada y de una mujer sentada a la mesa que está contra la pared, justo debajo del televisor eternamente sintonizado en TN. El colectivo todavía está estacionado frente al bar, pero ahora veo dos cabezas que se recortan contra el celeste intenso. Dos mujeres. Dos chicas, calculo de entre 25 y 30 años. Una de ellas me mira.

Bueno, a decir verdad mira en dirección a donde yo estoy, pero no puedo afirmar que me esté mirando precisamente a mí. Le dice algo a su compañera de asiento y vuelve a mirar. Sí, me mira a mí. Me mira y sonríe. Sin dejar de mirar hacia donde debería estar el techo del colectivo me llevo la taza a la boca e inmediatamente me quemo. La chica mira ahora en todas direcciones moviendo la cabeza como si estuviera preparando los músculos y articulaciones para lo que se viene. Sus movimientos son por momentos tan extremos que me recuerdan a una lechuza. Pero no se parece en nada a una lechuza. No sé a qué se parece, pero seguro que a una lechuza no. En realidad se parece a una mujer. Bueno, es una mujer. Occidental. Desde mi ubicación detrás del ventanal puedo ver con claridad que las dos tienen rasgos occidentales. Si hubieran tenidos rasgos orientales no habría dudado de su condición de turistas, pero tienen rasgos occidentales. Y deben ser turistas, por qué no. O acaso solo los orientales pueden ser turistas. Además, ¿quién más contrataría una excursión por la ciudad arriba de un colectivo turístico que no sea un turista? O una turista. O dos, como en este caso. Son turistas. Las dos, eso está claro. Y occidentales. Turistas latinoamericanas. Paraguayas o chilenas. O uruguayas. Aunque por su forma de gesticular, de comportarse una ante la otra, podrían ser brasileras. Sí, mejor brasileras. Están viniendo mucho de Brasil a hacer turismo a la Argentina. Les conviene el cambio. Como a los yanquis, a ellos también les conviene. Claro, vienen con dólares y acá se hacen una fiesta. Sí, perfectamente podrían ser norteamericanas. Norteamericanas de Estados Unidos o de Canadá, porque los canadienses también son norteamericanos. Igual que los mejicanos. Porque nada hay en sus rasgos que impida que sean mejicanas. Pueden perfectamente ser mejicanas. O chilenas, O paraguayas. Pero seguro que vienen de Estados Unidos. Porque les conviene el cambio. Me concentro en los movimientos de sus labios e intento reproducirlos involuntariamente, lo que me hace recordar que el café estaba muy caliente. Es lo que pasa en este bar, siempre se pasan con la temperatura del café. Por eso cuando vengo dejo la taza un rato sobre la mesa para que se enfríe un poco. Porque si no me pasa esto, me quemo. Otra vez me está mirando. Viene a mi mente un fragmento de una novela de Hemingway, «Verdes colinas de África». Viene a mi mente, el fragmento de la novela, porque estoy mirándola fijo y de pronto gira la cabeza en dirección a mí y me topo con su cara de manera inesperada, como le pasaba a él cuando apuntaba la mira del fusil a la cruz del animal y éste, como si presintiera el inminente desenlace, giraba la cabeza y miraba directo a la lente de la mira telescópica del fusil de Ernest. Su compañera dice algo y ella le responde, pero no deja de mirar en dirección a mí. Mientras el televisor insiste con TN, la taza se encuentra otra vez con mis labios y esta vez el café se derrama con suavidad sobre la lengua. Saboreo la tibieza del líquido que se mezcla con la saliva. Trago, giro la cabeza hacia la ventana y me atraganto, todo al mismo tiempo. Del colectivo solo alcanzo a ver la parte trasera. Se fueron. Las norteamericanas se fueron a conocer Buenos Aires, a girar la cabeza de un lado al otro como lechuzas.

Salgo del bar y me paro junto al cordón, en el mismo lugar en el que minutos antes estaba estacionado el colectivo. Miro en dirección al ventanal y noto que el reflejo de la luz natural sobre el vidrio impide por completo la visión al interior de bar. Entonces meto las manos en los bolsillos del pantalón y empiezo a caminar hacia la 9 de Julio.

Paseando por el Siglo XIX

La imagen que acompaña a este texto fue tomada en un aula en el Siglo XIX (la tomé prestada del blog Historia de la Educación Argentina). Quiero proponerles un ejercicio: retocar esta fotografía tanto como nos sea posible. No, no con Photoshop, usemos la imaginación que es mucho más poderosa y es gratis. Qué les parece si empezamos dándole algo de color al póster. Pero no mucho; recuerden que las imágenes de próceres deben “sudar” historia. La pared blanca que quede blanca, como los guardapolvos. Para los pupitres podemos usar dos colores diferentes: negro mate para las patas de hierro y marrón veteado para la madera. Sobre el pupitre de la nena de trenzas hay un tintero. ¿Qué opinan? Bien, va azul entonces. Mezclando negro, blanco y marrón podemos armar una buena variedad de colores. Ahora, a elegir cabezas: castaño claro, negro, marrón, castaño oscuro, y así. Sigamos. Los labios de la maestra solo pueden ser rojos. Bien rojos. Y detrás de ella, el pizarrón de un color gris pizarra. O verde. Creo que ya estamos. Con este simple ejercicio hemos logrado, como tirando de una soga, traer la escena algunas décadas más cerca de nuestros días. Pero qué les parece si tiramos un poco más. Digo, ¿y si apoyamos una mochila con un estampado de Hannah Montana contra la pata del pupitre de la segunda fila? Imaginemos también que al chico que está más cerca en el plano, en la tercera fila (peinado con una prolija raya al costado), le ponemos un celular entre sus pulgares. Y para terminar, al alumno que está parado le cambiamos el papel que tiene en la mano por un iPad. La pregunta ahora es: ¿cambió algo? Yo creo que no. Estoy convencido de que nada ha cambiado. Bueno, sí, hemos modernizado en parte la imagen, pero en el fondo nada ha cambiado. (más…)