Esmeralda
Un resplandor tan brillante como fugaz invade de pronto el habitáculo. Las ondas sonoras, mucho más perezosas que la luz, llegan dos segundos después haciendo vibrar la luneta trasera. El espejo retrovisor me devuelve la imagen de una masa gaseosa grotesca que se reagrupa y cobra vida con más fuerza. Los cumulus nimbus crecen en tamaño y densidad, virando a un color gris plomo profundo alterado cada tanto por un resplandor esporádico; sucesivas explosiones tienen lugar en su interior. Miro por segunda vez el espejo en el momento justo en que la energía acumulada se libera uniendo el cielo y la tierra con un hilo incandescente. En un acto reflejo cierro los ojos; la inusual intensidad del rayo deja grabada en mi retina una instantánea del recorrido irregular del haz de luz. (más…)
Mientras bajamos por la escalera le pongo una mano sobre el hombro. Lo noto ansioso. Despacio, apoyando ambos el mismo pie en el mismo escalón al mismo tiempo, nos adentramos en ese mundo húmedo y penumbroso. Los sonidos se mezclan en la transición hasta convertirse en puros chirridos metálicos y voces guturales. Llegamos a los molinetes y su sorpresa no es poca al ver que solo apoyo una tarjeta para pasar al andén. 
El último encuentro con mi psiquiatra me dejó preocupado. Fueron días difíciles para mí y se vieron reflejados en el trato indiferente que le di, al abrigo del viejo jacarandá. Trato que no se merece, no por mérito propio sino porque a esta altura creo que no se merece trato alguno.
Me fui de Rosario hace 25 años, pero hay ciertas costumbres que mantengo inalteradas. Y una de ellas es caminar. Me gusta caminar, y me gusta caminar Rosario. Hasta que me fui —corría 1986— trabajé en una oficina céntrica en Urquiza entre Sarmiento y San Martín, y con frecuencia optaba por ir o volver caminando. Vivía por aquel entonces en San Luis y Rodríguez.